Las ratas - Miguel Delibes
Es una novela realista, de denuncia frente a las injusticias sociales. Trata la
historia de un niño que lleva una vida miserable junto a su tío, viviendo en
una cueva y alimentándose de ratas de agua, en un pueblo de Castilla.
Esta vida miserable, moldea y determina el futuro de los personajes, el Nini,
el niño, trabajador, agradable y apreciado por el pueblo, y el Ratero, su tío,
que no quiere abandonar su vida miserable y rechaza las propuestas de
cambiar de vida propuesta por las autoridades, que presionan movidos por
propios intereses.
Los paisajes son fundamentalmente urbanos, ya que se centra en el pueblo
donde el Ratero, vende el producto de su caza, que pronto tenderá a
extinguirse y deberá buscar otros recursos de subsistencia.
Miguel Delibes
Las ratas
Si alguno quiere ser el primero, que sea
el último de todos y el servidor de todos.
Y tomando un niño lo puso en medio de ellos
(MARCOS 9, 35-38)
1
Poco después de amanecer, el Nini se asomó a la boca de la cueva y contempló
la nube de cuervos reunidos en concejo. Los tres chopos desmochados de la
ribera, cubiertos de pajarracos, parecían tres paraguas cerrados con las puntas
hacia el cielo. Las tierras bajas de don Antero, el Poderoso, negreaban en la
distancia como una extensa tizonera.
La perra se enredó en las piernas del niño y él le acarició el lomo a
contrapelo, con el sucio pie desnudo, sin mirarla; luego bostezó, estiró los brazos y
levantó los ojos al lejano cielo arrasado:
El tiempo se pone de helada, Fa. El domingo iremos a cazar ratas dijo.
La perra agitó nerviosamente el rabo cercenado y fijó en el niño sus vivaces
pupilas amarillentas. Los párpados de la perra estaban hinchados y sin pelo; los
perros de su condición rara vez llegaban a adultos conservando los ojos; solían
dejarlos entre la maleza del arroy o, acribillados por los abrojos, los zaragüelles y
la corregüela.
El tío Ratero rebulló dentro, en las pajas, y la perra, al oírle, ladró dos veces
y, entonces, el bando de cuervos se alzó perezosamente del suelo en un vuelo
reposado y profundo, acompasado por una algarabía de graznidos siniestros.
Únicamente un grajo permaneció inmóvil sobre los pardos terrones y el niño, al
divisarlo, corrió hacia él, zigzagueando por los surcos pesados de humedad,
esquivando el acoso de la perra que ladraba a su lado. Al levantar la ballesta para
liberar el cadáver del pájaro, el Nini observó la espiga de avena intacta y,
entonces, la desbarató entre sus pequeños, nerviosos dedos, y los granos se
desparramaron sobre la tierra.
Dijo, elevando la voz sobre los graznidos de los cuervos que aleteaban
pesadamente muy altos, por encima de su cabeza:
No llegó a probarla, Fa; no ha comido ni siquiera un grano.
La cueva, a mitad del teso, flanqueada por las cárcavas que socavaban en la
ladera las escorrentías de primavera, semejaba una gran boca bostezando. A la
vuelta del cerro se hallaban las ruinas de las tres cuevas que Justito, el Alcalde,
volara con dinamita dos años atrás. Justo Fadrique, el Alcalde, aspiraba a que
todos en el pueblo vivieran en casas, como señores.
Al tío Ratero le atosigaba:
Te doy una casa por veinte duros y tú que nones.
¿Qué es lo que quieres, entonces?
El Ratero mostraba sus dientes podridos en una sonrisa ambigua, entre
estúpida y socarrona:
Nada decía.
Justito, el Alcalde, se irritaba y, en esos casos, la roncha morada de la frente
se reducía a ojos vistas, como una cosa viva:
¿Es que no te da la gana entenderme? Quiero acabar con las cuevas. Se lo
he prometido así al señor Gobernador.
El Ratero encogía una y otra vez sus hombros fornidos, mas luego, en la
taberna, Malvino le decía:
Ándate al quite con el Justito. El tipo ese es de cuidado, y a ves. Peor que las
ratas.
El Ratero derrumbado sobre la mesa le enfocaba implacable sus rudos ojos
huidizos:
Las ratas son buenas decía.
Malvino fue Balbino en tiempos, pero sus convecinos le decían Malvino
porque con dos copas en el cuerpo se ponía imposible. Su taberna era angosta,
sórdida, con el suelo de cemento y media docena de mesas de tablas, con bancos
corridos a los costados. Al regresar del arroy o, el Ratero se recogía allí y se
merendaba un par de ratas fritas rociadas de vinagre, con dos vasos de clarete y
media hogaza. El resto del morral se lo quedaba el Malvino, a dos pesetas la rata.
El tabernero solía sentarse junto a él mientras comía:
Cuando los hombres no están contentos con lo que tienen arman un trepe,
¿eh, Ratero?
Eso.
Y si están contentos con lo que tienen nunca falta un tunante que se empeña
en darles más y arma el trepe por ellos. Total, que siempre hay función, ¿eh,
Ratero?
Eso.
Mira tú que andas a gusto en tu cueva y no te metes con nadie. Bueno, pues
el Justito dale con que te vay as a esa casa cuando más de seis y más de siete se
matarían por ella.
Eso.
La señora Clo, la del Estanco, afirmaba que el Malvino era el Ángel Malo del
tío Ratero, pero el Malvino replicaba que se limitaba a ser su conciencia.
El tío Ratero, desde la boca de la cueva, vio ascender al Nini por la falda del
teso, con el cuervo en una mano y el cepo en la otra. La perra se adelantó al
descubrir al hombre y brincó una y otra vez sobre él, tratando de lamerle la tosca
mano de dedos todos iguales, como tajados a guillotina. Mas el hombre, cada vez,
le oprimía distraídamente el hocico y el animal gruñía entre furioso y retozón.
Dijo el niño mostrándole el grajo:
El Pruden me lo encargó; los cuervos no le dejan parar los sembrados.
El Pruden siempre madrugaba y anticipándose a la última semana de lluvias
hizo la sementera. El Pruden, en puridad, era Acisclo por bautismo, pero se
quedó con Pruden, o Prudencio, por lo juicioso y previsor. En may o araba los
barbechos y, de este modo, llegado noviembre, y a tenía dada vuelta a la tierra.
Al concluir el verano, poco antes de que la hoja amarilleara, desmochaba los tres
chopos escuálidos de la ribera y guardaba la hoja empacada para alimentar las
cabras durante el invierno. Al Nini, el chiquillo, le traía de cabeza: « Nini, rapaz,
¿viene agua o no viene agua?» . « Nini, rapaz, ¿traerá piedra esa nube o no traerá
piedra?» . « Nini, rapaz, la noche anda muy queda y el cielo raso, ¿no amagará la
helada negra?» .
Dos tardes atrás, el Pruden se acercó al niño como de casualidad:
Nini, hijo le dijo en tono plañidero, los cuervos no me dejan quietos los
sembrados; escarban la tierra y se llevan la simiente. ¿Cómo me las arreglaré
para ahuy entarlos?
El Nini recordó al abuelo Román, que para espantar los pájaros de los
sembrados colgaba boca abajo un cuervo muerto. Las aves huían del lúgubre
espectáculo; del inmóvil, atrabiliario luto de la tierra por florecer.
Déjalo de mi mano le dijo el niño.
Ahora, el Nini, mientras devoraba las sopas de pan a la puerta de la cueva,
contempló el grajo despeluzado, las plumas rígidas, aceradas, reposando sobre un
tomillo. La perra, agazapada junto a él, le observaba fijamente y si el niño rehuía
su atención, el animal le golpeaba insistentemente el antebrazo con la pezuña
delantera. Tras la perra, bajo el teso, se abría el mundo; un mundo que la
Columba, la mujer del Justito, juzgaba inhóspito tal vez porque lo ignoraba. Un
mundo de surcos pardos, simétricos, alucinantes. Los surcos del otoño,
desguarnecidos, formaban un mar de cieno tan solo quebrado por la escueta línea
del arroy o, del otro lado del cual se alzaba el pueblo. El pueblo era también
pardo, como una excrecencia de la propia tierra, y de no ser por los huecos de
luz y las sombras que tendía el sol naciente, casi las únicas en la desolada
perspectiva, hubiera pasado inadvertido.
A cosa de un kilómetro, paralela al riachuelo, blanqueaba la carretera
provincial, hollada tan solo por las caballerías, el Fordson de don Antero, el
Poderoso, y el coche de línea que enlazaba la ciudad con los pueblecitos de la
cuenca. Una cadena de tesos mondos como calaveras coronados por media
docena de almendros raquíticos cerraba el horizonte por este lado. Bajo el sol, el
y eso cristalizado de las laderas rebrillaba intermitentemente con unos guiños
versicolores, como pretendiendo transmitir un mensaje indescifrable a los
habitantes de los bajos.
El otoño avanzado estrangulaba toda manifestación vegetal; apenas el prado y
la junquera, junto al cauce, infundían al agónico panorama un rastro de vida.
Una gama uniforme de suaves transiciones enlazaba los tonos grises, cárdenos y
ocres. Únicamente encima de la cueva, en el páramo, el monte de encina del
común prestaba un seguro refugio a los pájaros y las alimañas.
El niño, con el grajo en la mano, corrió cárcava abajo seguido de la perra. En
el último tramo de la pendiente, el Nini levantó los brazos como si planeara sobre
el camino. Aún no calentaba el sol y las chimeneas alentaban lánguidamente un
humo blanquecino y el áspero aroma de la paja quemada se cernía sobre el
pueblo como un incienso pegajoso. El niño y la perra franquearon el rústico
puentecillo de tablas y entraron en la. Era. Junto al Pajero se alzaba el palomar
del Justito, y el niño, al cruzar frente a él, palmeó fuerte dos veces y el bando de
palomas se arrancó alborotadamente con un ruido frenético de ropa sacudida. La
perra ladró inútil, jubilosamente, mas la irrupción del Moro, el perro del Rabino
Grande, el pastor, la distrajo de inmediato. El bando de palomas describió un
amplio semicírculo por detrás del campanario y tomó al palomar.
El Pruden asomó por la trasera abotonándose los pantalones.
Toma dijo el Nini alargándole el pájaro.
El Pruden sonrió evasivamente.
¿Así que le atrapaste? dijo. Tomó el grajo de la punta de un ala, como
con recelo, y agregó: Anda, pasa.
Contra la tapia del corral se apoy aban el arado herrumbroso y los aperos, y
el tosco carromato, y sobre la cuadra se abría la gatera del pajar. El Pruden entró
en la cuadra y la mula negra pateó el suelo, con impaciencia. Depositó el pájaro
en el suelo, y mientras eliminaba los pajotes de los pesebres le dijo al Nini, sin
volverse:
Vay a un pico. Así es que donde caen estos tunantes hacen más daño que un
nublado. ¡La madre que los echó!
Una vez limpios los pesebres, se encaramó ágilmente en el pajar y arrojó al
suelo con la horca unas brazadas de paja. Después se descolgó, tomó la criba y
cernió el tamo en rápidos movimientos de vaivén. Seguidamente repartió la paja
entre los dos pesebres y la cubrió, luego, con un serillo de cebada. El niño le
miraba hacer atentamente y cuando acabó de repartir el grano le dijo:
Cuélgalo patas arriba; si no, en lugar de ahuy entarlos hará de cimbel.
El Pruden se sacudió una mano con otra y agarró de nuevo el pájaro por la
punta de un ala y penetró en la casa por la puerta de la cocina. El niño y la perra
entraron tras él. La Sabina se revolvió furiosa al ver el cuervo.
¿Dónde vas con esa basura? dijo.
El Pruden no alteró su voz templada y paciente.
Tú calla la boca dijo.
Y depositó el pájaro sobre la mesa. Después se arrimó al hogar y dio la
vuelta a las mondas de patata que cocían a fuego lento. Al cabo las apartó, se
sentó con el balde entre las piernas y espolvoreó el salvado de hoja sobre las
mondas y comenzó a envolverlo pacientemente.
El niño agarró la puerta para marcharse y el Pruden, entonces, se incorporó
y dijo:
Aguarda.
Le siguió por el pasillo de rojas baldosas hurgándose en los bolsillos del
pantalón y una vez en la calle le alargó una moneda de peseta. El Nini le miraba
fijamente, con precoz gravedad, y el Pruden se desconcertó, levantó los ojos al
cielo, un cielo blanquecino, tímidamente azul, y dijo:
No lloverá más, ¿verdad, rapaz?
Ha arrasado. El tiempo se pone de helada respondió el niño.
Al regresar a la cocina, el Pruden analizó el grajo con concentrada atención
y después continuó envolviendo en silencio el pienso de las gallinas. Al cabo de
un rato levantó la cabeza y dijo:
Digo que el Nini ese todo lo sabe. Parece Dios.
La Sabina no respondió. En los momentos de buen humor solía decir que
viendo al Nini charlar con los hombres del pueblo la recordaba a Jesús entre los
doctores, pero si andaba de mal temple, callaba, y callar, en ella, era una forma
de acusación.
2
El Nini siguió avanzando por la calleja solitaria, arrimado a las casas para eludir
el lodazal. Restregaba la moneda que portaba en la mano contra los muros de
adobe y al llegar a la primera esquina examinó el brillo nacido en el borde con
pueril fruición. El barrizal era allí más espeso, pero el niño lo atravesó sin vacilar,
sumergiendo sus pies desnudos en el cieno entreverado de estiércol y escíbalos
caprinos, en la pestilente agua estancada de los relejes. Cruzó el pueblo y antes
de divisar los establos del Poderoso oy ó la voz caliente de Rabino Chico
charlando con las vacas. El Rabino Chico estaba al servicio del Poderoso y tenía
fama de comprender el lenguaje de los animales.
El Rabino Grande, el Pastor, y el Rabino Chico, el Vaquero del Poderoso,
eran hijos del Viejo Rabino, el que, al decir de don Eustasio de la Piedra, el
Profesor, era una prueba viva de que el hombre provenía del mono. En efecto, el
Viejo Rabino tenía dos vértebras coxígeas de más, a la manera de un rabo
truncado, y el cuerpo cubierto de un vello negro y espeso, y cuando se cansaba
de andar sobre los pies podía hacerlo fácilmente sobre las manos. Por todo ello,
don Eustasio de la Piedra le invitó por San Quinciano, allá por el año 33, a un
Congreso Internacional, sin otra mira que demostrar ante sus colegas que el
hombre descendía del mono y que aún era posible encontrar ejemplares a mitad
de la evolución. Después de aquello, don Eustasio le llamaba a la capital cada vez
que recibía una visita de cumplido y le hacía desnudar y dar vueltas sobre las
manos, muy despacito, encima de una mesa. Al principio, el Viejo Rabino sentía
vergüenza, pero pronto se habituó e incluso permitía que don Eustasio, que era un
sabio, le tentara las dos vértebras coxígeas sin inmutarse. A partir de entonces,
cada vez que un forastero mostraba interés por su particularidad, el Viejo Rabino
se soltaba la pretina y se la enseñaba.
Con estas relaciones, el Viejo Rabino, al decir del Undécimo Mandamiento,
se torció y dejó de frecuentar la iglesia. Don Zósimo, el Curón, que por entonces
andaba de párroco en el pueblo, le decía: « Rabino, ¿por qué no vienes a misa?» .
El Viejo Rabino se encampanaba y respondía: « No hay Dios. Mi abuelo era un
mono. Don Eustasio lo dice» . Y cuando estalló la guerra, cinco muchachos de
Torrecillórigo, capitaneados por el Baltasar, el del Quirico, se presentaron con los
mosquetones prestos a la puerta de su casa. Era domingo y el Viejo Rabino
apareció con su humilde traje de fiesta y sus zapatos apretados, y el Baltasar, el
del Quirico, lo empujó con el cañón del mosquetón y le dijo: « Ahora voy a
enseñarte y o dónde deben pastar las cabras» . El Viejo Rabino parpadeaba y solo
dijo: « ¿Qué quieres?» . Y el Baltasar, el del Quirico, dijo: « Que te vengas con
nosotros» . El Baltasar llevaba una cruz en el pecho y la Rabina miraba hacia ella
como implorando, y luego miró para el Viejo Rabino, que, a su vez, se miraba a
los pies calzados con zapatos, y dijo humildemente:
« Aguarda un momento» . Al regresar de la alcoba vestía el traje de pastor y
calzaba las alpargatas de goma y dijo: « Hasta luego» . Después le dijo a
Baltasar: « Cuando quieras» .
Al día siguiente, el Antoliano encontró el cadáver en las Revueltas y cuando
se presentó con él en la casa, al Rabino Chico, que apenas era un muchacho,
aunque con dos vértebras coxígeas de más, se le cerró la boca y no había
manera de hacerle comer. Don Ursinos, el médico de Torrecillórigo, dijo que el
mal era nervioso y que le pasaría. Y cuando le pasó, el Rabino Chico se llegó
donde don Zósimo, el Curón, y le dijo: « ¿No es la cruz la señal del cristiano,
señor cura?» . « Así es» respondió el Curón. Y agregó el Rabino Chico: « ¿Y
no dijo Cristo: Amaos los unos a los otros?» . « Así es» respondió el Curón.
El Rabino Chico cabeceó levemente. Dijo: « Entonces, ¿por qué ese hombre de la
cruz ha matado a mi padre?» . La desbordada humanidad de don Zósimo, el
Curón, parecía reducirse ante el problema. Se ajustó automáticamente el bonete
antes de hablar: « Escucha dijo al fin, mi primo Paco Merino era párroco de
Roldana, en el otro lado, hasta anteay er. ¿Y sabes cómo ha dejado de serlo?» .
« No» dijo el Rabino Chico. « Pues atiende añadió el Curón: le
amarraron a un poste, le cortaron la parte con un gillete y se la echaron a los
gatos delante de él. ¿Qué te parece?» . El Rabino Chico cabeceaba, pero dijo:
« Los otros no son cristianos, señor Cura» . Don Zósimo entrelazó los dedos y dijo
pacientemente: « Mira, Chico, cuando a dos hermanos, sean cristianos o no, se les
pone una venda en los ojos, pelean entre sí con más encarnizamiento que dos
extraños» . Y el Rabino Chico dijo por todo comentario:
« ¡Ah!» .
Desde entonces empezó a rehuir a las gentes y a salir a los cuetos con el
ganado hasta que don Antero, el Poderoso, le contrató de vaquero. Por contra, el
Rabino gustaba de charlar con las vacas y, según decían, poseía el don de
interpretar sus mugidos. Fuera como fuese, él había demostrado ante los más
escépticos lugareños que la vaca a quien se le habla tiernamente mientras se la
ordeña daba media herrada más de leche que la que era ordeñada en silencio. En
otra ocasión descubrió que la vaca que reposaba sobre una colchoneta rendía
también más que si reposaba sobre la paja desnuda y ahora andaba en pintar de
verde los muros del establo porque presumía que de este modo aumentaría
también el rendimiento.
El Nini divisó al Rabino Chico vuelto de espaldas y voceó:
Buenos días, Rabino Chico.
El Rabino Chico se movía pesadamente como un hombre grueso y maduro y
nunca miraba de frente. Una vez el Nini le preguntó por qué hablaba con las
vacas y no con los hombres y el Rabino Chico respondió: « Los hombres solo
dicen mentiras» . Ahora, el Rabino Chico se volvió al niño y le dijo:
Nini, ¿es cierto que el Justito os quiere largar de la cueva?
Eso dicen.
¿Quién lo dice?
El niño se encogió de hombros. Dijo:
¿Terminaste de pintar el establo?
Ay er tarde.
¿Y qué?
Da tiempo al tiempo.
El Nini dobló el recodo de la iglesia. Los relejes eran allí más profundos y el
agua estancada, pese al frío, expandía una fetidez nauseabunda. En las tapias de
la señora Clo, frente a la iglesia, un cartelón de letras de brea decía en caracteres
muy gruesos: « Vivan los quintos del 56» . La señora Clo barría briosamente los
dos peldaños de cemento que daban acceso al estanco. De pronto levantó la
cabeza y vio al niño restregando la moneda contra las piedras del templo.
¿Dónde vas tan de mañana, Nini?
El niño dio media vuelta y se quedó con las piernas abiertas mirando para la
mujer. El cieno había dejado sobre una de sus pantorrillas una sucia huella como
un calcetín oscuro. La señora Clo se apoy ó en el palo de la escoba, sonrió con
toda su ancha cara y dijo:
El tiempo está de cambio, Nini. ¿Cuándo matamos el chon?
El niño la miró reflexivamente. Dijo:
Aún es temprano.
Mira que tu abuela no lo pensaba tanto.
El Nini movió decididamente la cabeza:
Deje, señora Clo, antes de San Dámaso no es bueno hacerlo. Ya avisaré.
Reanudó su camino y como viera a la perra merodeando la casa de José
Luis, el alguacil, la silbó tenuemente. La Fa acudió a su llamada y se situó
dócilmente tras él, mas en la esquina se lanzó sobre el bando de gorriones que
picoteaban entre el estiércol. Los pájaros levantaron el vuelo y desde los bajos
aleros piaban ahora desaforadamente y la perra les miraba levantando la cabeza
y moviendo nerviosamente el rabo cercenado.
La sierra del Antoliano va se sentía y el Nini se asomó a la puerta, abierta
incluso en los días más crudos del invierno, y desde allí lo vio, oblicuo sobre el
banco, su mano poderosa afirmada en el mango de la sierra. El taller era un
tabulo mezquino, lleno de virutas y aserrín, y con cuatro listones crudos
colocados verticales en un rincón. En la pared, junto a la ventana, un reclamo de
perdiz daba vueltas incesantemente sobre sí mismo picoteando los barrotes de la
jaula. Hubo un tiempo en que el Antoliano se ganaba la vida fabricando
celemines y medias fanegas, pero desde que el Servicio empezó a medir el
cereal por kilos, el Antoliano andaba de parado, arrimando el hombro a lo que
saliera. Visto de perfil, el rostro del Antoliano mostraba una exuberante
irregularidad en la nariz, como si el apéndice hubiera tratado de formarse sobre
la ternilla y, luego a medio hacer, hubiera desistido de jugarle esa mala pasada.
En todo caso, la nariz del Antoliano parecía la de un boxeador y para él, que se
ufanaba de fuerte y arriscado, era aquello una humillación. A menudo, sin que
nadie se lo pidiera, se justificaba: « ¿Sabes quién tuvo la culpa de que mi nariz sea
como un buñuelo? Estas condenadas manos» . Las manos del Antoliano, nevadas
ahora de aserrín, eran enormes, como dos palas y, según él, paseando una noche
cerrada con ellas en los bolsillos tropezó y se dio de bruces con el brocal del pozo
del Justito antes de tener tiempo de sacarlas.
Hola le dijo el niño desde la puerta.
La perra penetró en el tabuco y se agachó en el rincón, junto a los listones
recién cepillados.
¡Chita! dijo el niño.
El Antoliano soltó una breve risa sin levantar los ojos del tablón que aserraba.
Déjala lijo. Eso no hace daño.
El Nini se recostó en el umbral. Un dulce sol de otoño caía sobre la calleja y
alcanzaba media puerta de la Sierra. Dijo el niño, entrecerrando perezosamente
te los ojos al sol:
¿Qué haces?
Mira. Un ataúd.
El Nini volvió la cara sorprendido:
¿Hay un difunto? dijo.
El Antoliano denegó sin cesar en su trabajo.
No es de aquí dijo. De Torrecillórigo es. El Ildefonso.
¿El Ildefonso?
Ya estaba viejo. Cincuenta y siete años.
El Antoliano dejó la sierra sobre el banco y se limpió el sudor de la frente con
el antebrazo. El cabello enmarañado blanqueaba de aserrín y todo él emanaba un
suave y reconfortante aroma a madera virgen.
Dijo:
En la capital llevan cada día más caro por esto.
Y tú ves lo que son: cuatro tablas.
Su mirada se ensombreció al añadir:
Claro que nadie necesita más.
Se sentó a la puerta, en el poy o de piedra, junto al niño, y lio pausadamente
un cigarrillo:
Adolfo me trajo ay er la simiente. La bodega y a está lista dijo, pasando
cuidadosamente la punta de la lengua por el filete engomado.
Ahora has de preparar una cama caliente dijo el niño.
¿Caliente?
Primero una capa de estiércol; luego otra de tierra bien cernida.
El Antoliano prendió el cigarrillo con un chisquero de mecha y agregó con los
labios apretados:
¿Estiércol de vaca o de caballo?
De caballo si la cama ha de ser caliente; después tendrás que regar:
Bueno.
El Antoliano dio una larga chupada al cigarrillo, pensativo. Dijo, expeliendo el
humo deleitosamente:
Digo que si el champiñón ese se diera bien en la bodega, he de poner más
en las cuevas de arriba.
¿En la de los abuelos?
Y en la del Mudo y en la de la Gitana. En las tres. El chiquillo desaprobó
con la mirada:
No debes hacerlo dijo. Esas cuevas se caen cualquier día.
El Antoliano hizo una mueca despectiva:
Hay que arriesgarse dijo.
El gallo blanco se encaramó inopinadamente sobre las bardas del corral,
ray ano a la Sierra, ahuecó sus plumas al sol, estiró el pescuezo y emitió un ronco
quiquiriquí. La Fa comenzó a brincar en el barro de la calle ladrándole
furiosamente y entonces el gallo inclinó la cabeza y empezó a bufarla como un
ganso. Dijo el Nini:
Ese gallo se tira. Un día te da un disgusto.
El Antoliano se incorporó, arrojó la colilla al barro y la hundió de un pisotón.
Dijo: Mira, alguien tiene que guardar la casa.
Ya iba a entrar en el taller cuando pareció recordar algo y volvió a salir.
¿Dices que la capa de tierra sobre la capa de porquería?
Sí. Y bien cernida respondió el niño.
El Antoliano ladeó un poco la cabeza y antes de entrar en el taller hizo un
amistoso ademán con su mano gigantesca. El Nini silbó a la perra y se perdió
calle abajo, camino del río.
3
La señora Clo, la del Estanco, atribuía al Nini la ciencia infusa, pero doña Resu, o
como en el pueblo le decían, el Undécimo Mandamiento, afirmaba que la
sabiduría del Nini no podía provenir más que del diablo, puesto que si el hijo de
primos es tonto, may or razón habría para que lo fuera el hijo de hermanos. La
señora Clo aducía que el hijo de primos es lelo o espabilado, según, y a esto
terciaba el Antoliano afirmando: « Pero, doña Resu, ¿qué es un tonto más que un
listo que se pasa?» . Y decía doña Resu escandalizada: « Ya estás tú con tus
teorías» . Y decía el Antoliano: « ¿Es que acaso está mal dicho?» . Y decía doña
Resu: « No sé si está mal o bien, pero así te crece a ti el pelo» .
Fuera como fuese, el saber lo que sabía se lo debía el Nini únicamente a su
espíritu observador. Sin ir más lejos, si los niños y los mozos se arrimaban al tío
Rufo, el Centenario, solo por el capricho de verle temblar la mano y luego reír, el
Nini lo hacía empujado por la curiosidad. El tío Rufo, el Centenario, sabía mucho
de todas las cosas. Hablaba siempre por refranes y conocía al dedillo el santo de
cada día. Y si bien no recordaba con exactitud los años que contaba, podía, en
cambio, hablar lúcidamente de la peste de 1858, de la visita de S. M. la Reina
Isabel y aun del arte de Cúchares y El Tato, aunque jamás hubiera presenciado
una corrida de toros.
El Nini, sentado junto a él en el poy o de la puerta, no reparaba en sus
movimientos nerviosos. A veces ni siquiera decía sí o no, pero al Centenario le
estimulaban sus ojos expectantes, su inquisitiva atención y, en su caso, el aplomo
maduro de sus preguntas y respuestas.
Generalmente, el viejo se arrancaba por el Santoral, el tiempo o el campo, o
los tres en uno:
En llegando San Andrés, invierno es decía.
O si no:
Por San Clemente alza la tierra y tapa la simiente.
O si no:
Si llueve en Santa Bibiana, llueve cuarenta días y una semana.
Una vez roto el silencio, el Centenario tenía cuerda para rato. De este modo
aprendió el Nini a relacionar el tiempo con el calendario, el campo con el
Santoral y a predecir los días de sol, la llegada de las golondrinas y las heladas
tardías. Así aprendió el niño a acechar a los erizos y a los lagartos, y a distinguir
un rabilargo de un azulejo y una zurita de una torcaz.
Y otro tanto le aconteció al niño, en tiempos, con sus abuelos. El Nini, el
chiquillo, en contra de lo que suele ser usual, tuvo tres abuelos por partida doble:
dos abuelos y una abuela. Los tres vivieron juntos en la cueva vecina y, a veces,
de muy niño, el Nini inquiría del tío Ratero cuál de ellos era el abuelo verdad.
« Todos lo son» , decía el tío Ratero entreabriendo tímidamente su sonrisa entre
estúpida y socarrona. El tío Ratero rara vez pronunciaba más de cuatro palabras
seguidas. Y si lo hacía era mediante un esfuerzo que le dejaba extenuado, más
que por el desgaste físico, por la concentración mental que aquello le exigía.
El Nini acompañaba al abuelo Abundio, el Podador, a Torrecillórigo, donde
don Virgilio, el Amo, reunía cincuenta hectáreas de viñedo y una hermosa casa
con emparrado y un almacén inhóspito, con el tejado de uralita agujereado, que
era dónde pernoctaban ellos, los perros de los pastores y los extremeños que, por
entonces, andaban levantando el monte. La primera noche, el abuelo Abundio no
se acostaba; solía pasarla reparando el tejado con chapas y lajas, para evitar el
frío y la humedad.
Al Nini le placía Torrecillórigo por cambiar de ambiente, aunque le asustaran
los extremeños con las historias que referían junto a la lumbre, mientras guisaban
la frugal cena y los perros de los pastores dormitaban, enroscados, a sus pies.
También le asustaban jurando por las mañanas, cuando el abuelo, antes de
amanecer, hacía chirriar la bomba del pozo y chapoteaba para lavarse. Los
extremeños le amenazaban con partirle el alma, pero llegado el caso nunca se
decidían, tal vez porque fuera hacía frío.
Ya en el campo, el Nini veía negrear los sarmientos entre los terrones y cada
vez le producían la impresión de algo vivo y doliente. El abuelo Abundio cortaba,
empero, sin compasión y según saltaban las ramas inútiles y por encima de su
hombro le aleccionaba:
Podar no es cortar sarmientos, ¿oy es?
Sí, abuelo.
Cada cepa tiene su poda, ¿oy es?
Sí, abuelo.
Un majuelo de verdejo de treinta años llevar dos varas de empalmes, dos
nuevas, dos o tres calzadas y dos o tres pulgares, ¿oy es?
Sí, abuelo.
Con el jerez o el tinto no lo harías así. Con el jerez o el tinto dejarías dos
varas pulgares, dos y emas y un sacavinos, ¿oy es?
Sí, abuelo.
Al concluir cada cepa el viejo enterraba cuidadosamente las ramas cortadas
al pie del sarmiento para que le sirviera de abono. El niño se complacía en la
obra de su abuelo e imaginaba que su obsesión por la higiene le venía del oficio;
de tanto aligerar las parras de todo lo sucio, inútil o superfluo.
A pesar de ser hermanos, el abuelo Román era la antítesis del abuelo
Abundio. Jamás se arrimaba al agua sino en enero, y esto porque, según decía el
tío Rufo, el Centenario, « la liebre, en enero, cerca del agua» . Se dejaba crecer
las barbas y cada año, allá para may o, se las rapaba, generalmente el 21, la
víspera de Santa Rita. La última vez que se las cortó, a instancias de su hermano,
fue en invierno y el hombre no pudo ni contarlo. El abuelo Román le decía al
abuelo Abundio cada vez que le sorprendía lavándose en la herrada: « Aparta,
Abundio, hueles a ranas» . Si pensaba, o hacía que pensaba, el abuelo Román
introducía un dedo bajo la churretosa boinilla y se rascaba áspera,
insistentemente, el cráneo. Así, una vez, cuando el Nini cumplió cuatro años, el
abuelo Román le dijo:
Mañana te vienes conmigo al campo.
Y salieron, bajo un sol de membrillo, y y a en los barbechos el abuelo Román
se trocó en una especie de animal acechante. Andaba doblado en ángulo recto,
aspirando sonoramente el viento por las narices, con una cachaba en cada mano,
y hasta sus barbas parecían dotadas de una sensibilidad táctil. De cuando en
cuando se detenía y observaba furtivamente en derredor, sin mover apenas la
cabeza. Sus ojos, en esos casos, parecían cobrar vida independiente. En
ocasiones, el abuelo Román ladeaba la cabeza para escuchar o se echaba al suelo
y examinaba atentamente las piedras, los terrones y las pajas de los rastrojos. En
una de sus inspecciones recogió una oscura bolita de sobre una lasca y sonrió
golosamente como si fuera una perla y el niño se sobresaltó:
¿Qué es, abuelo?
¿No lo ves? La freza, Nini. No andará lejos, está todavía reciente.
¿Qué es la freza, abuelo?
¡Ji, ji, ji, la cagada! Pero ¿así andas?
De súbito, el abuelo Román se inmovilizó, con un dedo bajo la boina, los ojos
fijos como dos botones, y dijo sin mover los labios:
Ve, ahí está.
Lentamente se fue incorporando, clavó en el suelo una de las cachabas y
colocó la gorra sobre el mango. Después, como sin querer la cosa, fue
describiendo un pequeño semicírculo mientras, a media voz, daba instrucciones
al niño:
No te muevas, hijo, se marcharía. ¿Ves esa lasca blanca a dos metros de la
cacha? Ve, ahí está aculada la zorra de ella. No te muevas, ¿oy es? ¿No ves qué
ojos tiene la indina? Quieto, hijo, quieto.
El Nini no acertaba a ver la liebre, mas conforme el abuelo se aproximaba
enarbolando la otra cachaba, la divisó. Los ojos amarillos del animal, clavados en
la boina del abuelo, fosforecían entre los terrones. Poco a poco iban definiéndose
para el niño los difusos contornos del animal: el hocico, las azuladas orejas
pegadas al lomo, el trasero respaldado en la insignificante prominencia. La
liebre, como las casas del pueblo, en prodigioso mimetismo, formaba un solo
cuerpo con la tierra.
El abuelo se aproximaba a ella de costadillo, sin mirarla apenas, y cuando se
halló a tres metros le lanzó violentamente la cay ada describiendo molinetes en el
aire. La liebre recibió el golpe sobre el lomo, sin moverse, y súbitamente se abrió
como una flor y durante unos segundos se estremeció convulsivamente en el
surco. El abuelo Román saltó sobre ella y la agarró por las orejas. Sus pupilas
relampagueaban.
Es como un perro de grande, Nini. ¿Qué te parece?
Bien dijo el niño.
Fue todo limpio, ¿no?
Sí.
Mas al chiquillo no le agradó la faena del abuelo. Por principio le repugnaba
la muerte en todas sus formas. Con el tiempo apenas se modificó su actitud; es
decir, solo concebía muertas a las ratas que eran su sustento y a los cuervos y las
urracas porque su fúnebre plumaje le recordaba el entierro del abuelo Román y
la abuela Iluminada, los dos ataúdes juntos sobre el carro de la Simeona. Por la
misma razón odiaba el niño a Matías Celemín, el Furtivo. El abuelo, al menos, se
enfrentaba con las liebres a cuerpo limpio, en tanto el Furtivo las achicharraba en
la cama, volándoles el cráneo de una perdigonada, sin darles opción.
A pesar de todo, el Furtivo no perdía la esperanza.
Nini, bergante, dime dónde anda el tejo. Un duro te doy si aciertas.
Los ojos del Furtivo eran grises y pugnaces como los de un águila. Su piel,
quemada por el sol y los vientos de la meseta, se fruncía en mil pliegues cuando
reía, que era cada vez que se dirigía al niño, y su boca mostraba, en esos casos,
unos atemorizadores dientes carniceros.
Junto al abuelo Román, el Nini aprendió a conocer las liebres; aprendió que la
liebre levanta larga o se amona entre los terrones; que en los días de lluvia
rehuy e las cepas y los pimpollos; que si sopla norte, se acuesta al sur del monte o
del majuelo y, si sur, al norte; que en las soleadas mañanas de noviembre busca
la amorosa abrigada de las laderas. Aprendió a distinguir la liebre de los bajos
parda como la tierra de la cuenca, de la del monte roja como la tierra del
monte. Aprendió que la liebre ve lo mismo de día que de noche e, incluso
cuando duerme; aprendió a distinguir el sabor de la liebre cazada a escopeta, del
de la cazada a golpes y del de la cazada a galgo, un si es no es incisivo y ácido a
causa de la carrera. Aprendió, en fin, a descubrirlas en la cama con la misma
rotundidad que si se tratara de un cuervo, y a definir, en el espeso silencio de la
noche, su llamada áspera y gutural.
Pero también aprendió el niño, junto al abuelo Román, a intuir la vida en
torno. En el pueblo, las gentes maldecían de la soledad y ante los nublados, la
sequía o la helada negra, blasfemaban y decían: « No se puede vivir en este
desierto» . El Nini, el chiquillo, sabía ahora que el pueblo no era un desierto y que
en cada obrada de sembrado o de baldío alentaban un centenar de seres vivos. Le
bastaba agacharse y observar para descubrirlos. Unas huellas, unos cortes, unos
excrementos, una pluma en el suelo le sugerían, sin más, la presencia de los
sisones, las comadrejas, el erizo o el alcaraván.
Pero una vez para Santa Escolástica haría dos años, el abuelo Román se
rapó las barbas y enfermó. A la abuela Iluminada, que le velaba cada noche en
la cueva, la encontraron tiesa un amanecer, sentada en el tajuelo, sin
descomponer el gesto ni la figura, tal como dormida. La abuela Iluminada hacía
cada año la matanza para los pudientes de los alrededores y ella se vanagloriaba
de que ningún cerdo gruñía más de tres veces después de asestarle el golpe de
gracia y de que nunca, en su larga vida, hizo mierda al sajar la membrana del
animal.
Al llegar a la cueva el carro de la Simeona con el ataúd, el abuelo Román
había muerto también y hubo necesidad de bajar por otro. El borrico de la
Simeona arrastraba alegremente los dos féretros cárcava abajo, pero al llegar al
puentecillo la rueda izquierda se hundió en una de las juntas y cay ó al río. El
ataúd de la abuela Iluminada se abrió entonces y ella apareció mirándoles
tranquilamente, la boca abierta, como sorprendida, y las manos en el regazo.
Pero allí, dentro del cajón, flotando en las sucias aguas, parecía una mujer en
conserva. A la señora Clo, la del Estanco, al comentar la serena pasividad del
cadáver, decía que a la Iluminada, hecha a vivir bajo tierra, la muerte no la
espantaba.
Cuando el Nini y el tío Ratero regresaron del camposanto, el abuelo Abundio
se había largado y a, nadie sabía dónde, con sus navajas y sus tijeras de podador.
4
El tío Ratero se reclinó, aplastó una oreja contra el suelo y auscultó
insistentemente las entrañas de la tierra. Al cabo se incorporó, apuntó con el
pincho de hierro la hura junto al cauce y dijo:
Aquí la hay.
La perra agitó el muñón y olfateó con avidez la boca de la hura. Finalmente
se alebró, la pequeña cabeza ladeada, y quedó inmóvil, al acecho.
Ojo, chita dijo el Ratero y de un solo golpe hundió el pincho de hierro a
un metro de la ribera.
La rata cruzó rauda junto al hocico del animal, escabulléndose, con un rumor
de hojarasca, entre los carrizos resecos de la orilla.
El Nini voceó:
¡Hala con ella!
La Fa se arrancó como una centella tras la rata. El hombre y el niño corrían
por el ribazo, estimulando con sus gritos al animal. Se originó una persecución
accidentada entre los despojos de los carrizos y la corregüela. La perra, en su
frenesí, quebraba los frágiles tallos de las espadañas, y las mazorcas se
desplomaban sobre el riachuelo y la corriente las agitaba mansamente en un
movimiento de vaivén. La perra, de pronto, se detuvo. El tío Ratero y el Nini
conocían su situación exacta por las esbeltas espadañas erectas, allí donde
concluía la oquedad abierta entre la maleza.
Tráela, Fa dijo el Nini.
Las espadañas se agitaron un momento, se oy ó un sordo rumor de lucha y, al
cabo, un breve gruñido, y el tío Ratero dijo:
Ya la tiene.
La perra regresó junto a ellos, con la rata atravesada en la boca, moviendo el
rabo cercenado jubilosamente. El tío Ratero le quitó a la perra la rata de la boca.
Es un buen macho dijo.
Los dientes de la rata asomaban bajo el hocico en una demostración de
agresividad inútil.
Desde San Zacarías el hombre y el niño bajaban al cauce cada mañana. Esto
fue así desde que el Nini tuvo uso de razón. Había que aprovechar la otoñada y el
invierno. En estas estaciones, el arroy o perdía la fronda, y las mimbreras y las
terreras; la menta y la corregüela formaban unos resecos despojos entre los
cuales la perra rastreaba bien. Tan solo los carrizos, con airosos plumeros, y las
espadañas con sus prietas mazorcas fijaban en el río una muestra de
permanencia y continuidad. Las ralas junqueras de las orillas amarilleaban en los
extremos, como algo decadente, abocado también a sucumbir. Sin embargo, año
tras año, al llegar la primavera, el cauce reverdecía, las junqueras se estiraban
de nuevo, los carrizos se revestían de hojas lanceoladas y las mazorcas de las
espadañas reventaban inundando los campos con las blancas pelusas de los
vilanos.
La pegajosa fragancia de la hierbabuena loca y la florecilla apretada de las
berreras, taponando las sendas, imposibilitaban a la perra todo intento de
persecución. Había llegado el momento de la veda y el tío Ratero, respetando el
celo de las ratas, se recogía en su cueva hasta el próximo otoño.
El tío Ratero no pretendía exterminar a las ratas. En ocasiones, si la perra
hacía una muestra y él observaba a la entrada de la hura cuatro y erbajos
resecos, la disuadía:
Está anidando, vamos.
La perra se retiraba sin oponer resistencia. Entre ella, el Nini y el tío Ratero
existía una tácita comprensión. Los tres sabían que destruy endo las camadas no
conseguirían otra cosa que quedarse sin pan. Las ratas se reproducían cada seis
semanas y de cada parto echaban cinco o seis crías. En definitiva, una camada
suponía, por lo bajo, cuarenta reales que no eran cosa de desdeñar. Análoga
actitud pasiva adoptaba la Fa si la cueva se abría bajo el nivel del agua, a
sabiendas de que su participación era inútil. En esos casos, el tío Ratero había de
valerse por sí mismo. Colocaba la mano derecha en el cieno del fondo adaptando
la concavidad de la palma a las dimensiones de la hura; luego pinchaba con la
izquierda y el brusco chapoteo de la rata al huir le advertía su presencia. A poco
sentía en la piel un cosquilleo viscoso y entonces cerraba de golpe su mano
poderosa e izaba triunfante a la superficie la presa asida por el morro. Le bastaba
un violento tirón del rabo para quebrarle el espinazo.
Por San Sabas le mordió una rata al tío Ratero. Para entonces hacía casi
cuatro semanas que en el pueblo había concluido la sementera. El señor Rufo, el
Centenario, solía decir:
« Después de Todos los Santos, siembra trigo y coge cardos» y los
campesinos ponían un cuidado supersticioso en no rebasar esa fecha. Y este año,
como si obedecieran una consigna, flameaba en cada parcela, clavado en una
estaca, boca abajo, el cadáver de un cuervo. Los grajos merodearon dos días
desconcertados por las inmediaciones y finalmente levantaron el vuelo en
dirección norte Virgilín Morante, el de la señora Clo, se reía en la taberna:
Los de Torrecillórigo nos lo van a agradecer decía.
Pero se fueron los cuervos y, a cambio, la lluvia empezó a demorar. Y decía
el Rosalino, el Encargado de don Antero, el Poderoso:
Si no llueve para Santa Leocadia habrá que resembrar.
Y el Pruden, a quien las adversidades afinaban la suspicacia, le contestó que
el mal era para los pobres, puesto que utilizando la máquina, como hacían ellos,
bien poco costaba hacerlo. El señor Rosalino, que alcanzaba con la cabeza y sin
empinarse las primeras ramas de los chopos de la ribera soltó una carcajada:
A voleo no siembran y a más que los mendigos y los tontos dijo.
Por la tarde, el Pruden se había presentado en la cueva desolado:
Nini, no llueve, ¿qué demonios haríamos para llover?
Esperar dijo el niño gravemente. Y el Pruden bajó los ojos porque la
serena mirada del Nini le confundía.
Por San Sabas, cuando la rata le mordió un dedo al tío Ratero, flotaba en el
cielo quedo de otoño un sol rojo y turgente como un globo. De la parte del pueblo
una tibia calina se fundía con el humo rastrero de la paja quemada en los
hogares. El alcotán palomero se cernía sobre el campanario agitando
frenéticamente las alas, pero sin avanzar ni retroceder.
El niño oteó el cielo en la línea de los cerros y dijo:
Lo mismo llueve mañana.
Lo mismo dijo el Ratero, y se sentó pesadamente en el ribazo.
El tío Ratero abrió la alforja y sacó medio pan con tocino dentro. Lo partió y
ofreció la mitad al niño. Luego fue dividiendo el tocino y llevándose los pedazos a
la boca pinchados en la punta de la navaja.
¿Duele eso? dijo el niño.
El Ratero se miró el dedo encallecido con los tres puntazos sanguinolentos:
No duele y a dijo.
Detrás de la telera que abonaba las tierras de Justito, el Alcalde, sonó el
cascabeleo del rebaño del Rabino Grande, el Pastor. El Moro, el perro, se había
anticipado y les miraba comer moviendo resignadamente la cola. Al cabo de un
rato se aproximó a la perra y la Fa le gruñó mostrándole los colmillos.
El Rabino Grande traía el poncho de piel de oveja sobre un hombro y dijo
después de mirar al sol:
¿Es qué no queda y a en el cielo una gota de agua?
Lio un cigarrillo sin aguardar respuesta, lo prendió, dio dos profundas
chupadas y se quedó mirando para el chisquero de y esca con resentimiento:
¿Pues no salen ahora con que hay que pagar por esto? dijo.
El tío Ratero ni le miró. Agregó el Rabino Grande:
Antes lo tiro al río, y a ves tú.
Fumaba de pie, apoy ado en la cay ada, inmóvil, la vista en el infinito, como
una estatua. Las esquilas de las ovejas sonaban en derredor. Dijo el Ratero
súbitamente:
¿Viste a ese?
Señalaba con el dedo pulgar en dirección a Torrecillórigo.
Aún no salió este año dijo el Pastor sin alterar la postura.
Malvino le vio dijo el Ratero.
No es cierto eso.
Malvino le vio insistió el Ratero.
En la taberna, Malvino le había advertido la víspera: « Ojo con ese, Ratero;
viene a quitarte el pan. Antes de que él naciera y a andabas tú en el oficio» .
El Rabino Grande, el Pastor, lanzó la colilla al río.
Dijo, después de mucho pensarlo:
Ponme un par de ratas, tú, anda. A siete reales, ¿verdad?
A ocho dijo el Nini.
Bien, pero dame aquel macho.
El tío Ratero se incorporó, se estiró perezosamente y oteó a lo largo del
cauce, protegiéndose del sol con la mano.
Dijo el Pastor enojado:
Te digo que no salió, Ratero. ¿No basta con mi palabra?
Malvino le vio insistió entre dientes el Ratero.
El Rabino Grande palpó golosamente los lomos de las ratas antes de
guardarlas. Dijo al marchar:
Que pinte bien.
Al caer el sol, el hombre y el niño regresaron al pueblo. La calina se
adensaba sobre las casas, y los sembrados y los barbechos endurecidos crujían
bajo los pies. La perra, aspeada, caminaba tras ellos cansinamente. Las palomas
del Justito y a se habían recogido, y apenas cuatro rapaces animaban con sus
juegos las y ertas calles del pueblo.
En la taberna, por contra, había cierta animación. Una desnuda bombilla
derramaba su luz amarillenta sobre las mesas. Frutos, el Jurado, jugaba en la del
fondo su interminable partida de dominó con Virgilín Morante, el marido de la
señora Clo, que canturreaba maquinalmente y subray aba los finales de estrofa
golpeando el tablero con las fichas.
Dijo el Pruden apenas les vio:
Malvino, pon un vaso para el Ratero.
Era un hecho anómalo, pues el Pruden tenía fama de mezquino. Pero el
Pruden esta noche parecía soliviantado. Tomó al Nini nerviosamente por el
pescuezo y le explicó confusamente algo sobre un plan de regadío de que
hablaba el diario y que alcanzaría hasta el pueblo. Dijo impulsivamente al niño,
según se sentaba en el banco del fondo:
Date cuenta, Nini, si llueve como si no. Cuando el Pruden quiera agua no
tiene más que levantar la compuerta y y a está. ¿Te das cuenta? Dejaremos de
vivir aperreados mirando al cielo todo el día de Dios.
Se hizo una larga pausa. Tan solo se sentían los golpes de la fichas de dominó
y, enlazándolos, el reiterado estribillo de Virgilín Morante. Al cabo, dijo el
Centenario con su voz chillona desde la esquina opuesta:
Si los planes hicieran cundir los trigos, a estas horas no quedaría sitio en las
paneras.
Se abrió otra pausa. El Pruden miraba fijamente al Nini, pero el Nini no
despegó los labios. Dijo con soma un hombre con los hombros encogidos, en la
mesa inmediata:
Pon dos vasos. Antes de que llegue el agua vamos a terminar con el vino.
Fuera era va oscuro y una luna glauca y enfermiza asomó tras el Cerro
Colorado y fue elevándose lánguidamente sobre un cielo alto, extrañamente
mineralizado.
5
Por San Dámaso, la señora Clo, la del Estanco, mandó razón al Nini y le condujo
hasta la pocilga:
Tienta, hijo; y a está metido en arrobas, creo y o.
El niño midió el marrano:
Tiene una cuarta de lomo dijo.
Pero llovía y nada se podía hacer. Para San Nicasio escampó, mas el Nini
oteó el cielo y dijo:
Deje, señora Clo, todavía hay blandura. Hemos de aguardar a que el cielo
arrase.
Desde que tuvo uso de razón, el Nini siempre oy ó decir que la señora Clo, la
del Estanco, era la tercera rica del pueblo. Delante estaban don Antero, el
Poderoso, y doña Resu, el Undécimo Mandamiento. Don Antero, el Poderoso,
poseía las tres cuartas partes del término; doña Resu y la señora Clo sumaban,
entre las dos, las tres cuartas partes de la cuarta parte restante y la última cuarta
parte se la distribuían, mitad por mitad, el Pruden y los treinta vecinos del lugar.
Esto no impedía a don Antero, el Poderoso, manifestar frívolamente en su tertulia
de la ciudad que « por lo que hacía a su pueblo, la tierra andaba muy repartida» .
Y tal vez porque lo creía así, don Antero, el Poderoso, no se andaba con remilgos
a la hora de defender lo suy o y el año anterior le puso pleito al Justito, el Alcalde,
por no trancar el palomar en la época de sementera. Bien mirado, no pasaba año
sin que don Antero, el Poderoso, armara en el pueblo dos o tres trifulcas, y no por
mala fe, al decir del señor Rosalino, el Encargado, sino porque los inviernos en la
ciudad eran largos y aburridos y en algo había de entretenerse el amo. De todos
modos, por Nuestra Señora de las Viñas, la fiesta del pueblo, don Antero alquilaba
una vaca de desecho para que los mozos la corriesen y apalearan a su capricho,
y de este modo se desfogasen de los odios y rencores acumulados en sus pechos
en los doce meses precedentes.
Tres años atrás, con motivo de esta circunstancia, el Nini estuvo a punto de
complicar las cosas. Y a buen seguro, algo gordo hubiera ocurrido sin la
intervención de don Antero, el Poderoso, que aspiraba a hacer del niño un peón
ejemplar. El caso es que el Nini, compadecido de los desgarrados mugidos de la
vaca en la alta noche, se llegó a las traseras de don Antero, el Poderoso, y le dio
suelta. En definitiva de bien poco sirvió su gesto, y a que cuando el animal tornó al
redil, tras una accidentada captura en el descampado, llevaba un cuerno
tronzado, el testuz sangrante y el lomo literalmente cubierto de mataduras. Pero
aún pudo embrollarse más el asunto, cuando Matías Celemín, el Furtivo, apuntó
aviesamente: « Esto es cosa del bergante del Nini» . Menos mal que don Antero
conocía y a sus habilidades y su ciencia infusa y le dijo al señor Rosalino, el
Encargado: « ¿No es el Nini el hijo del Ratero, el de la cueva, ese que sabe de
todo y a todo hace?» . « Ese, amo» dijo el señor Rosalino. « Pues déjale
trastear y el día que cumpla los catorce le arrimas por casa» .
Durante el invierno, helaba de firme y don Antero, el Poderoso, asomaba
poco por el pueblo. Tampoco la señora Clo ni el Undécimo Mandamiento
asomaban por sus tierras en invierno ni en verano, y a que las tenían dadas en
arriendo. Pero mientras doña Resu cobraba sus rentas puntualmente en billetes de
banco, lloviera o no lloviera, helara o apedreara, la señora Clo, la del Estanco,
cobraba en trigo, en avena o en cebada si las cosas rodaban bien y en buenas
palabras si las cosas rodaban mal o no rodaban. Y en tanto el Undécimo
Mandamiento no se apeaba del « Doña» , la estanquera era la señora Clo a secas:
y mientras el Undécimo Mandamiento era enjuta, regañona y acre, la señora
Clo, la del Estanco, era gruesa, campechana y efusiva: y mientras doña Resu, el
Undécimo Mandamiento, evitaba los contactos populares y su única actividad
conocida era la corresponsalía de todas las obras pías y la maledicencia, la
señora Clo, la del Estanco, era buena conversadora, atendía personalmente la
tienda y el almacén y se desvivía antaño por la pareja de camachuelos, y
hogaño por su marido, el Virgilio, un muchacho rubio, fino e instruido, que se
trajo de la ciudad y del que el Malvino, el Tabernero, decía que había colgado el
sombrero.
El Nini, el chiquillo, tuvo una intervención directa en el asunto de los
camachuelos. Los pájaros se los envió a la señora Clo, todavía pollos, su cuñada,
la de Mieres, casada con un empleado de Telégrafos. Ella los encerró en una
hermosa jaula dorada, con los comederos pintados de azul, y les alimentaba con
cañamones y mijo, y por la noche introducía en la jaula un ladrillo caliente
forrado de algodones para que los animalitos no echasen en falta el calor
materno. Ya adultos, la señora Clo sujetaba entre los barrotes de la jaula una hoja
de lechuga y una piedrecita de toba, aquella para aligerarles el vientre y esta
para que se afilasen el pico. La señora Clo, en su soledad, charlaba
amistosamente con los pájaros y, si se terciaba, los reprendía amorosamente. Los
camachuelos llegaron a considerarla una verdadera madre y cada vez que se
aproximaba a la jaula el macho ahuecaba el plumón asalmonado de la pechuga
como si se dispusiera a abrazarla. Y ella decía melifluamente: « ¿A ver quién es
el primero que me da un besito?» . Y los pájaros se alborotaban, peleándose por
ser los primeros en rozar su corto pico con los gruesos labios de la dueña. Aún
advertía la señora Clo si regañaban entre sí: « Mimos, no, ¿oís? Mimos, no» .
Para San Félix de Cantalicio haría cuatro años, el Nini regaló a la señora Clo
un nido vacío de pardillos, advirtiéndola que los camachuelos procreaban en
cautividad y la mujer experimentó un júbilo tan intenso como si le anunciara que
iba a ser abuela. Y, en efecto, una mañana al despertar, la señora Clo observó
estupefacta que la hembra y acía sobre el nido y cuando ella se aproximó a la
jaula no acudió a darle el beso acostumbrado.
El animalito no cambió de postura mientras duró la incubación y al cabo de
unos días aparecieron en el nido cinco pollitos sonrosados y la señora Clo,
enternecida, se precipitó a la calle y comenzó a pregonar la novedad a los cuatro
vientos. Mas fue la suy a una ilusión efímera, pues a las pocas horas morían dos
de las crías y las otras tres comenzaron a abrir y cerrar el pico con tales
apremios que se diría que les faltaba aire que respirar. La señora Clo envió razón
al Nini y, aunque el niño, en las horas que siguieron, vigiló atentamente a los
pájaros y se esforzó por hacerles ingerir bay as silvestres y semillas de todas
clases, de madrugada murieron los otros tres pequeños camachuelos y la señora
Clo, inconsolable, marchó a la ciudad, donde su hermana, para tratar de olvidar.
Doce días más tarde regresó, y el Nini, que estaba junto a la Sabina, que había
quedado al encargo de la tienda, observó que los ojos de la señora Clo
resplandecían como los de una colegiala. Le dijo a la Sabina con torpe premura:
« Para San Amancio estás de boda, Sabina; él se llama Virgilio Morante y es
rubio y tiene los ojos azules como un dije» .
Y cuando el Virgilio Morante llegó al pueblo, tan joven, tan crudo, tan poca
cosa, los labriegos le miraron con desdén y el Malvino empezó a decir en la
taberna que el muchachito era un espabilado que había colgado el sombrero.
Pero de que el Virgilio se tomó dos vasos y se arrancó por « Los Campanilleros»
e hizo llorar al tío Rufo, el Centenario, de sentimiento, cundió entre todos la
admiración y un lejano respeto, y así que le echaban la vista encima le decían:
Anda, Virgilín, majo, tócate un poco.
Y él les complacía o, si acaso, argumentaba:
Hoy no, disculpadme. Estoy afónico.
Y durante la matanza, las conversaciones en casa de la señora Clo dejaron de
tener sentido.
La gente acudía allí solo por el gusto de oír cantar a Virgilín Morante. Y hasta
el Nini, el chiquillo, que desde el fallecimiento de la abuela Iluminada ejercía de
matarife, se sentía un poco disminuido.
Por San Albino el cielo arrasó y el Nini bajó al pueblo y paseó el cerdo de la
señora Clo durante una hora y le dictaminó una dieta de agua y salvado. Dos días
más tarde cay ó sobre el pueblo una dura helada. Por entonces los escribanos y
los estorninos y a habían mudado la pluma, luego era el invierno y los terrones
rebrillaban de escarcha y se tornaron duros como el granito y el río bajaba
helado, y cada mañana el pueblo se desperezaba bajo una atmósfera de cristal,
donde hasta el más leve ruido restallaba como un latigazo.
Al llegar el Ratero y el Nini con el alba, donde la señora Clo, reinaba en la
casa un barullo como de fiesta. De la ciudad habían bajado los sobrinos y
también estaban allí la Sabina y el Pruden y su chico, el Mamertito, y la señora
Librada, y Justito, el Alcalde, y el José Luis, el Alguacil, y el Rosalino, el
Encargado, y el Malvino, y el Mamés, el Mudo, y el Antoliano y el señor Rufo,
el Centenario, con su hija la Simeona, y al entrar ellos, el Virgilio se había
arrancado con mucho sentimiento y todos escuchaban boquiabiertos y al concluir
le ovacionaron y el Virgilio, para disimular su azoramiento, distribuy ó entre la
concurrencia unos muerdos de pan tostado y unas copas de aguardiente. La
lumbre chisporroteaba al fondo y sobre la mesa y los vasares la señora Clo había
dispuesto, ordenadamente, la cebolla, el pan migado, el arroz y el azúcar para las
morcillas. Al pie del fogón, donde se alineaban por tamaños los cuchillos, había
un barreñón, tres herradas y una caldera de cobre brillante para derretir la
manteca.
En el corral, los hombres se despojaron de las chaquetas de pana y se
arremangaron las camisas a pesar de la escarcha y de que el aliento se
congelaba en el aire. El Centenario, en el centro del grupo, arrastraba
pesadamente los pies y se frotaba una mano con otra mientras salmodiaba: « En
martes ni tu hijo cases ni tu cerdo mates» . La señora Clo se volvió irritada al
oírle: « Déjate de monsergas. Y si no te gusta, te largas» . Luego se fue derecha a
su marido, que se había arremangado como los demás y mostraba unos bracitos
blancos y sin vello, y le dijo: « Tú no, Virgilio. Podrías enfriarte» .
El Antoliano abrió la cochiquera y tan pronto el marrano asomó la cabeza le
prendió por una oreja con su mano de hierro y le obligó a tumbarse de costado,
ay udado por el Malvino, el Pruden y el José Luis. Los chiquillos, al ver derribado
el cochino que bramaba como un condenado y a cada berrido se le formaba en
torno al hocico una nube de vapor, se envalentonaron y comenzaron a tirarle del
rabo y a propinarle puntapiés en la barriga. Luego, entre seis hombres, tendieron
al animal en el banco y el Nini le auscultó, trazó una cruz con un pedazo de y eso
en el corazón y cuando el tío Ratero acuchilló con la misma firmeza con que
clavaba la pincha en el cauce, el niño volvió la espalda y fue contando, uno a
uno, los gruñidos hasta tres. De pronto, el Pruden voceó:
¡Ya palmó!
El Nini, entonces, dio media vuelta, se aproximó al cerdo y, con dedos
expeditos, introdujo una hoja de berza en el ojal sanguinolento para reprimir la
hemorragia y, finalmente, abrió la boca del animal y le puso una piedra dentro.
Los hombres hacían corro en derredor de él y las mujeres cuchicheaban más
atrás. Se oy ó apagadamente la voz de la Sabina:
¡Qué condenado crío! Cada vez que lo veo así me recuerda a Jesús entre
los doctores.
El Nini procuraba ahuy entar el recuerdo de la abuela Iluminada para no
cometer errores. Diestramente forró el cadáver del animal con paja de centeno
y la prendió fuego; tomó una brazada ardiendo y fue quemando
meticulosamente las oquedades de los sobacos, las pezuñas y las orejas. Se alzó
un desagradable olor a chamusquina y, al concluir, el Mamertito, el chico del
Pruden, y los sobrinos de la señora Clo descalzaron al bicho y comieron las
chitas.
Había llegado el momento de la prueba, no porque el sajar al cerdo fuera
tarea difícil, sino porque en esta coy untura la referencia a la abuela Iluminada
era inevitable. Al Nini le tembló ligeramente la mano que empuñaba el cuchillo
cuando el Malvino voceó a su espalda:
¡Ojo, Nini, tu abuela en este trance nunca hizo mierda!
El niño trazó mentalmente una línea equidistante de las mamas y tiró la
bisectriz de la papada al ano sin vacilar. Luego, al dividir delicadamente la telilla
intestinal de un solo tajo, le rodeó un murmullo de admiración. El hedor de los
intestinos era fuerte y nauseabundo y él los volcó en herradas distintas y, para
terminar, introdujo en la abertura dos estacas haciendo cuña. Al cabo, el
Antoliano y el Malvino le ay udaron a colgar el marrano boca abajo. Del hocico
escurría un hilillo de sangre fluida que iba formando un pequeño charco rojizo
sobre las lajas escarchadas del corral.
La señora Clo se aproximó al Nini, que se lavaba las manos en una herrada, y
le dijo cálidamente:
Trabajas más aprisa y más por lo fino que tu abuela, hijo.
El Nini se secó en los pantalones. Preguntó:
¿Habrá que bajar al descuartizado, señora Clo?
Ella tomó una herrada de cada mano:
Deja, para eso y a me apaño dijo.
Se dirigió hacia la casa donde acababan de entrar los hombres y, desde la
puerta voceó, ladeando un poco la cabeza:
Pasa a comer un cacho con los hombres, Nini.
En la cocina los invitados hablaban y reían sin fundamento, excepto el tío
Ratero que miraba a unos y otros estúpidamente, sin comprenderlos. Las narices
y las orejas eran de un rojo bermellón, pero ello no impedía que los hombres se
pasaran la bota y la bandeja sin descanso. De súbito, el Pruden, sin venir a qué, o
tal vez porque por San Dámaso había llovido y ahora lucía el sol, soltó una
risotada y después se dirigió al Nini en un empeño obstinado por comunicarle su
euforia:
¿Es que no sabes reír, Nini? dijo.
Sí sé.
Entonces, ¿por qué no ríes? Échate una carcajada, leche.
El niño le miraba fija, serenamente:
¿A santo de qué? dijo.
El Pruden tornó a reír, esta vez forzadamente. Luego miró a uno y otro, como
esperando apoy o, mas como todos rehuy eran su mirada, bajó los ojos y añadió
oscuramente:
¡Qué sé y o a santo de qué! Nadie necesita un motivo para reír, creo y o.
6
Pero el Nini reía a menudo aunque nunca lo hiciera a tontas y a locas como los
hombres en las matanzas, o como cuando se emborrachaban en la taberna del
Malvino, o como cuando veían caer el agua del cielo después de esperarla
ansiosamente durante meses enteros. Tampoco reía como Matías Celemín, el
Furtivo, cada vez que se dirigía a él, frunciendo en mil pliegues su piel curtida
como la de un elefante y mostrando amenazadoramente sus dientes carniceros.
El Nini no experimentaba por el Furtivo la menor simpatía. El niño aborrecía
la muerte, en particular la muerte airada y alevosa, y el Furtivo se jactaba de ser
un campeón en este aspecto. En puridad, a Matías Celemín le empujaron las
circunstancias. Y si tuvo alguna vez instintos carniceros, los ocultó celosamente
hasta después de la guerra. Pero la guerra truncó muchas vocaciones y acorchó
muchas sensibilidades y determinó muchos destinos, entre otros el de Matías
Celemín, el Furtivo.
Antes de la guerra, Matías Celemín salía a las licitaciones de los pueblos
próximos y remataba tranquilamente por un pinar albar cuatro o cinco mil
reales. El Furtivo prejuzgaba que no se cogería los dedos porque él sabía barajar
en su cabeza hasta cinco mil reales y sumar y restar de ellos la cuenta de los
apaleadores y, en definitiva, si sacaría o no de su inversión algún provecho. Pero
llegó la guerra y la gente empezó a contar por pesetas y en las licitaciones se
pujaba por veinte y hasta por treinta mil y a esas cifras él no alcanzaba porque
además había de multiplicarlas por cuatro para reducirlas a reales, que era la
unidad que manejaba; en las subastas se le llenaba la cabeza como de humo y no
osaba salir. Empezó a amilanarse y a encogerse. No bastaba que le dijeran:
« Matías, la vida está diez veces» . El Furtivo, pasando de los cinco mil reales, era
un ser inútil, y fue entonces cuando se dijo: « Matías, por una perdiz te dan cien
reales limpios de polvo y paja y cuatrocientos por un raposo, y no digamos nada
por un tejo» . Y, de repente, se sintió capaz de pensar tan derecha o tan
torcidamente como los raposos y los tejos, y aun de jugársela. Y se sintió capaz,
asimismo, de calcular el precio de un cartucho fabricando la pólvora en casa con
clorato y azúcar y cargándole con cabezas de clavos. Y a partir de aquel día se le
empezó a adiar la mirada y a curtírsele la piel, y en el pueblo, cuando alguien le
mentaba, decían: « Huy, ese» . Y doña Resu, el Undécimo Mandamiento, era aún
más contundente y decía que era un vago y un maleante, un perdido como los de
las cuevas y como los extremeños.
Matías Celemín, el Furtivo, solía velar de noche y dormir de día. La aurora le
sorprendía generalmente en el páramo, en la línea del monte, y para esa hora y a
tenía colocados media docena de lazos para las liebres que regresaban del
campo, un cepo para el raposo y un puñado de lanchas y alares en los pasos de la
perdiz. A veces aprovechaba el carro de la Simeona o el Fordson del Poderoso,
para arrimarse a un bando de avutardas y cobrar un par de piezas de postín. El
Furtivo no respetaba ley es ni reglamentos y en primavera y verano salía al
campo con la escopeta al hombro como si tal cosa y si acaso tropezaba con
Frutos, el Jurado, le decía: « Voy a alimañas, Frutos, y a lo sabes» . Y Frutos, el
Jurado, se limitaba a decir: « Ya, y a» , y le guiñaba un ojo. Para Frutos, el
Jurado, la intemperie era insana porque el sol se come la salud de los hombres lo
mismo que los colores de los vestidos de las muchachas y, por esta razón, se
pasaba las horas muertas donde el Malvino jugando al dominó.
Con frecuencia, la astucia del Furtivo era insuficiente y, entonces, recurría al
Nini:
Nini, bergante, dime dónde anda el tejo. Un duro te doy si aciertas.
O bien:
Nini, bergante, llevo una semana tras el raposo y no le pongo la vista
encima. ¿Le viste tú?
El niño se encogía de hombros sin rechistar. El Furtivo, entonces, le
zarandeaba brutalmente y le decía:
¡Demonio de crío! ¿Es qué nadie te ha enseñado a reír?
Pero el Nini sí sabía reír, aunque solía hacerlo a solas y tenuemente y, por
descontado, a impulso de algún razonable motivo. Llegada la época del
apareamiento, el niño subía frecuentemente al monte de noche, y, al amanecer,
cuando los trigos verdes recién escardados se peinaban con la primera brisa,
imitaba el áspero chillido de las liebres y los animales del campo acudían a su
llamada, mientras el Furtivo, del otro lado de la vaguada, renegaba de su espera
inútil. El Nini reía arteramente y volvía a reír para sus adentros cuando, de
regreso, se hacía el encontradizo con el Furtivo y Matías le decía malhumorado:
¿De dónde vienes, bergante?
De coger níscalos. ¿Hiciste algo?
Nada. Una condenada liebre no hacía más que llamar desde la vaguada y
se llevó el campo. Repentinamente el Furtivo se volvía a él, receloso: No
sabrás tú por casualidad hacer la chilla, ¿verdad, Nini?
No. ¿Por qué?
Por nada.
En otras ocasiones, si el Furtivo salía con la Mita, la galga, el Nini se ocultaba,
camino del perdedero, y cuando la perra llegaba jadeante, tras de la liebre, él,
desde su escondrijo, la amedrentaba con una vara y la Mita, que era cobarde,
como todos los galgos, abandonaba su presa y reculaba. El Nini, el chiquillo,
también reía silenciosamente entonces.
En todo caso, el Nini sabía reír sin necesidad de jugársela al Furtivo. Durante
las lunas de primavera, el niño gustaba de salir al campo y agazapado en las
junqueras de la ribera veía al raposo descender al prado a purgarse
aprovechando el plenilunio que inundaba la cuenca de una irreal, fosforescente
claridad lechosa. El zorro se comportaba espontáneamente, sin recelar su
presencia. Pastaba cansinamente la rala hierba de la ribera y, de vez en cuando,
erguía la hermosa cabeza y escuchaba atentamente durante un rato. Con
frecuencia, el destello de la luna hacía relampaguear con un brillo verde claro
sus rasgados ojos y, en esos casos, el animal parecía una sobrenatural aparición.
Una vez el Nini abandonó gritando su escondrijo cuando el zorro, aculado en el
prado, se rascaba confiadamente y el animal, al verse sorprendido, dio un brinco
gigantesco y huy ó, espolvoreando con el rabo su orina pestilente. El niño reía a
carcajadas mientras le perseguía a través de las junqueras y los sembrados.
Otras noches el Nini, oculto tras una mata de encina, en algún claro del
monte, observaba a los conejos, rebozados de luna, corretear entre la maleza
levantando sus rabitos blancos. De vez en cuando asomaba el turón o la
comadreja y entonces se producía una frenética desbandada. En la época de
celo, los machos de las liebres se peleaban sañudamente ante sus ojos, mientras
la hembra aguardaba al vencedor, tranquilamente aculada en un extremo del
claro. Y una vez concluida la pelea, cuando el macho triunfante se encaminaba
hacia ella, el Nini remedaba la chilla y el animal se revolvía, las manos
levantadas, en espera de un nuevo adversario. Había noches, a comienzos de
primavera, en que se reunían en el claro hasta media docena de machos, y
entonces la pelea adquiría caracteres épicos. Una vez presenció el niño cómo un
macho arrancaba de cuajo la oreja a otro de un mordisco feroz y el agudo llanto
del animal herido ponía en el monte silencioso, bajo la luz plateada de la luna,
una nota patética.
Para San Higinio, Matías Celemín, el Furtivo, cobró un hermoso ejemplar de
zorro. Por esas fechas habían terminado las matanzas y transcurrido las Pascuas,
pero el clima seguía áspero y por las mañanas las tierras amanecían blancas
como después de una nevada. Aparte mover el estiércol y desmatar los
sembrados, nadie tenía entonces nada que hacer en el campo excepto el Furtivo.
Y este, según descendía del páramo, aquella mañana, se desvió ligeramente solo
por el gusto de pasar junto a la cueva y mostrar al niño su presa:
¡Nini! voceó. ¡Nini! ¡Mira lo que te traigo, bergante!
Era una hermosa raposa de piel rojiza con un insólito lunar blanco en la
paletilla derecha. El Furtivo la apretó una mama y brotó un chorrito de un líquido
consistente y blanquecino. Levantó luego el animal en alto para que el niño la
contemplara a su capricho.
Hembra y criando dijo. ¡Una fortuna! Si el Justito no se rasca el bolso
en forma, me largo con ella a la ciudad, y a ves.
Las pulgas abandonaban el cuerpo muerto y buscaban el calor de la mano del
Furtivo. El Nini persiguió al hombre con la mirada, le vio atravesar el puentecillo
de tablas, con la raposa muerta en la mano, y perderse dando voces tras el
pajero del pueblo.
A la noche, tan pronto sintió dormir al tío Ratero, se levantó y tomó la trocha
del monte. La Fa brincaba a su lado y, bajo el desmay ado gajo de luna, la
escarcha espejeaba en los linderones. La madriguera se abría en la cara norte de
la vaguada y el niño se apostó tras una encina, la perra dócilmente enroscada
bajo sus piernas. La escarcha le mordía, con minúsculas dentelladas, las y emas
de los dedos y las orejas, y los engañapastores aleteaban blandamente por
encima de él, muy cerca de su cabeza.
Al poco rato sintió gañir; era un quejido agudo como el de un conejo, pero
más prolongado y lastimero. El Nini tragó media lengua y remedó el chillido
repetidamente, con gran propiedad. Así se comunicaron hasta tres veces. Al
cabo, a la indecisa luz de la luna, se recortó en la boca de la madriguera el
rechoncho contorno de un zorrito de dos semanas, andando patosamente como si
el airoso plumero del rabo entorpeciese sus movimientos.
En pocos días el zorrito se hizo a vivir con ellos. Las primeras noches lloraba
y la Fa le gruñía con una mezcla de rivalidad atávica y celos domésticos, pero
terminaron por hacerse buenos amigos. Dormían juntos en el regazo del niño,
sobre las pajas, y a la mañana se peleaban amistosamente en la pequeña meseta
de tomillos que daba acceso a la cueva. Pronto se corrió la noticia por el pueblo y
la gente subía a ver el zorrito, mas, ante los extraños, el animal recobraba su
instinto selvático y se recluía en el rincón más oscuro del antro, y miraba de
través y mostraba los colmillos.
Decía Matías Celemín, el Furtivo:
¡Qué negocio, Nini, bergante! A este me lo zampo y o.
A las dos semanas el zorrito y a comía en la mano del niño, y cuando este
regresaba de cazar ratas el animal le recibía lamiéndole las sucias piernas y
agitando efusivamente el rabo. Por la noche, mientras el tío Ratero guisaba una
patata con una raspa de bacalao, el niño, el perro y el zorro jugaban a la luz del
carburo, hechos un ovillo, y el Nini, en esos casos, reía sin rebozo. Por las
mañanas, a pesar de que el zorrito se hizo a comer de todo, el Nini le traía una
picaza para agasajarle y al verle desplumar el ave con su afilado y húmedo
hocico, el niño sonreía complacidamente.
La Simeona le decía a doña Resu, el Undécimo Mandamiento, a la puerta de
la iglesia, comentando el suceso de la cueva:
Es la primera vez que veo a un raposo hacerse a vivir como los hombres.
Pero doña Resu se encrespaba:
Querrás decir que es la primera vez que ves a un hombre y un niño
hacerse a vivir como raposos.
El Nini temía que, al crecer, el zorrito sintiera la llamada del campo y le
abandonase, aunque de momento el animal apenas se separaba de la cueva, y el
niño, cada vez que salía, le hacía una serie de recomendaciones y el zorrito le
miraba inteligentemente con sus rasgadas pupilas, como si le comprendiese.
Una mañana, el chiquillo oy ó una detonación mientras cazaba en el cauce.
Enloquecido, echó a correr hacia la cueva y antes de llegar divisó al Furtivo que
descendía a largas zancadas por la cárcava con una mano oculta en la espalda y
riendo a carcajadas:
Ja, ja, ja, Nini, bergante, ¿a que no sabes qué te traigo hoy ? ¿A que no?
El niño miraba espantado la mano que poco a poco se iba descubriendo y,
finalmente, Matías Celemín le mostró el cadáver del zorrito todavía caliente. El
Nini no pestañeó, pero cuando el Furtivo se lanzó a correr cárcava abajo, se
agachó en los cascajos y comenzó a cantearle furiosamente. El Furtivo brincaba,
haciendo eses, como un animal herido, sin cesar de reír agitando en el aire, como
un trofeo, el cadáver del zorrito. Y cuando se refugió, al fin, tras el pajero del
pueblo, aún se lo mostró una vez más, lamentablemente desmay ado, sobre los
tubos de la escopeta.
7
A medida que se adentraba el invierno, el pajero del común iba mermando. Los
hombres y las mujeres del pueblo se llegaban a él con los asnos y acarreaban la
paja hasta sus hogares. Una vez allí la mezclaban con grano para el ganado, o la
hacían estiércol en las cuadras, o simplemente la quemaban en las glorias o las
cocinas para protegerse de la intemperie. De este modo, al finalizar diciembre, el
Nini divisaba desde la cueva, por encima del pajero, el anticuado potro donde se
herraron las caballerías en los distantes tiempos en que las hubo en el pueblo.
Por San Aberico, antes de concluir enero, se desencadenó la cellisca. El Nini
la vio venir de frente, entre los cerros Chato y Cantamañanas, avanzando
sombría y solemne, desflecándose sobre las colinas. En pocas horas la nube
entoldó la cuenca y la asaeteó con un punzante aguanieve. Los desnudos tesos,
recortados sobre el ciclo plomizo, semejaban dunas de azúcar, de una claridad
deslumbrante. Por la noche, la cellisca, baqueteada por el viento, resaltaba sobre
las cuatro agónicas lámparas del pueblo, y parecía provenir ora de la tierra, ora
del cielo.
El Nini observaba en silencio el desolado panorama. Tras él, el tío Ratero
hurgaba en el hogar. El tío Ratero ante el fuego se relajaba y al avivarlo, o
dividirlo, o concentrar, o aventar las brasas, movía los labios y sonreía. A veces,
excepcionalmente, salía a recorrer los tesos sacudidos por la cellisca y, en esos
casos, como cuando soplaba el matacabras, se amarraba la sucia boina capona
con un cordel, con la lazada bajo la barbilla, como hacía en tiempos el abuelo
Román.
Para poder encender fuego dentro de la cueva, el tío Ratero horadó los cuatro
metros de tierra del techo con un tubo herrumbroso que le proporcionó Rosalino,
el Encargado. El Rosalino le advirtió entonces: « Ojo, Ratero, no sea la cueva tu
tumba» . Pero él se las ingenió para perforar la masa de tierra sin producir en el
techo más que una ligera resquebrajadura que apeó con un puntal primitivo.
Ahora, el tubo herrumbroso humeaba locamente entre la cellisca, y el tío Ratero,
dentro de la cueva, observaba las lengüetas agresivas y cambiantes de las llamas,
arrullado por los breves estallidos de los brotes húmedos. La perra, alebrada junto
a la lumbre, emitía, de vez en cuando, un apagado ronquido. Llegada la noche, el
tío Ratero mataba la llama, pero dejaba la brasa y al tibio calor del rescoldo
dormían los tres sobre las pajas, el niño en el regazo del hombre, la perra en el
regazo del niño y, mientras el zorrito fue otro compañero, el zorro en el regazo de
la perra. El José Luis, el Alguacil, les presagiaba calamidades sin cuento:
« Ratero decía, cualquier noche se prende la paja y os achicharráis ahí
dentro como conejos» . El tío Ratero escuchaba con su sonrisa socarrona,
escépticamente, porque sabía, primero, que el fuego era su amigo y no podía
jugársela, y, segundo, que el José Luis, el Alguacil, no era más que un mandado
de Justito, el Alcalde, y que Justito, el Alcalde, había prometido al Jefe terminar
con la vergüenza de las cuevas.
En estas circunstancias, el Nini respetaba el silencio del Ratero. Sabía que
todo intento de plática con él resultaría inútil, y no por hosquedad suy a, sino
porque el hecho de pronunciar más de cuatro palabras seguidas o de enlazar dos
ideas en una sola frase le fatigaba el cerebro. El niño bautizó Fa a la perra,
aunque prefería otros nombres más sonoros y rimbombantes, por ahorrarle
fatiga al Ratero. Tan solo cuando el Ratero, por desentumecer la lengua, soltaba
una frase aislada, el niño correspondía:
Esta perra está y a vieja.
Por eso sabe.
No tiene vientos.
Deje. Todavía las agarra.
Luego tornaba el silencio y el quedo pespuntear de la cellisca sobre el teso y
el gemido del viento se entreveraban con los chasquidos de la hoguera.
Una mañana, tres después de San Aberico, el Nini se asomó a la cueva y
divisó una diminuta figura encorvada atravesando la Era, camino del puentecillo:
El Antoliano dijo.
Y se entretuvo viéndole luchar con el viento que concentraba los diminutos
copos oblicuos sobre su rostro y le obligaba a inclinar la cabeza contra la ladera.
Cuando entró en la cueva se incorporó, hinchó los pulmones y se sacudió la
pelliza con sus enormes manazas. Dijo el Ratero, sin moverse de junto al fuego:
¿Dónde vas con la que cae?
Vengo dijo el Antoliano, sentándose junto a la perra, que se incorporó y
buscó un rincón oscuro, donde nadie la molestase.
¿Qué te trae?
El Antoliano extendió sus manos ante las llamas:
El Justito dijo. Va a largarte de la cueva.
¿Otra vez?
En cuanto escampe subirá, y a te lo advierto. El Ratero encogió los
hombros:
La cueva es mía dijo.
El Justito visitaba con frecuencia a Fito Solórzano, el Gobernador, en la
ciudad, y le llamaba Jefe. Y Fito, el Jefe le decía:
Justo, el día que liquides el asunto de las cuevas, avisa. Ten en cuenta que
no te dice esto Fito Solórzano, ni tu Jefe Provincial, sino el Gobernador Civil.
Fito Solórzano y Justo Fadrique se hicieron amigos en las trincheras, cuando la
guerra, y ahora, cada vez que Fito Solórzano le encarecía que resolviese el
enojoso asunto de las cuevas, la roncha de su frente se empequeñecía y se
tomaba violácea y se diría que palpitaba, con unos latidos diminutos, como un
pequeño corazón:
Déjalo de mi mano, Jefe.
De regreso, y a en el pueblo, Justito, el Alcalde, le preguntaba expectante a
José Luis, el Alguacil:
¿Qué piensas tú que quiere decirme el Jefe cuando sale con que lo de las
cuevas no me lo dice Fito Solórzano, ni el Jefe Provincial, sino el Gobernador
Civil?
El José Luis respondía invariablemente:
Que te va a recompensar, eso está claro.
Mas en casa, la Columba, su mujer, le apremiaba:
Justo le decía, ¿es que no vamos a salir en toda la vida de este
condenado agujero?
La roncha de la frente de Justito se agrandaba y enrojecía como el cinabrio:
¿Y qué puedo hacerle y o? decía.
La Columba se ponía de jarras y voceaba:
¡Desahuciar a ese desgraciado! Para eso eres la autoridad.
Pero Justito Fadrique, por instinto, detestaba la violencia. Intuía que, tarde o
temprano, la violencia termina por volverse contra uno.
Por San Lesmes, sin embargo, el José Luis, el Alguacil, le brindó una
oportunidad:
La cueva esa amenaza ruina dijo. Si largas al Ratero es por su bien.
Volar las otras tres cuevas fue asunto sencillo. La Iluminada y el Román
murieron el mismo día y el Abundio abandonó el pueblo sin dejar señas. La
Sagrario, la Gitana, y el Mamés, el Mudo, se consideraron afortunados al poder
cambiar su cueva por una de las casitas de la Era Vieja, con tres piezas y
soleadas, que rentaba veinte duros al mes. Pero para el tío Ratero cuatrocientos
reales seguían siendo una fortuna.
Por San Severo se fue la cellisca y bajaron las nieblas. De ordinario se
trataba de una niebla inmóvil, pertinaz y pegajosa, que poblaba la cuenca de
extrañas resonancias y que, en la alta noche, hacía especialmente opaco el
torturado silencio de la paramera. Mas, otras veces, se la veía caminar entre los
tesos como un espectro, aligerándose y adensándose alternativamente, y en esos
casos parecía hacerse visible la rotación de la Tierra. Bajo la niebla, las urracas
y los cuervos encorpaban, se hacían más huecos y asequibles y se arrancaban
con un graznido destemplado, mezcla de sorpresa e irritación. El pueblo, desde la
cueva, componía una decoración huidiza, fantasmal que, en los crepúsculos,
desaparecía eclipsado por la niebla.
Para San Andrés Corsino el tiempo despejó y los campos irrumpieron
repentinamente con los cereales apuntados; los trigos de un verde ralo, traslúcido,
mientras las cebadas formaban una alfombra densa, de un verde profundo. Bajo
un sol aún pálido e invernal, las aves se desperezaban sorprendidas y miraban en
torno incrédulas, antes de lanzarse al espacio. Y con ellas se desperezaron Justito,
el Alcalde, José Luis, el Alguacil, y Frutos, el Jurado, que hacía las veces de
Pregonero. Y el Nini, al verles franquear el puentecito de tablas, tan solemnes y
envarados con sus trajes de ceremonia, recordó la vez que otro grupo atrabiliario,
presidido por un hombrecillo enlutado, atravesó el puentecillo para llevarse a su
madre al manicomio de la ciudad El hombrecillo enlutado decía con mucha
prosopopey a Instituto Psiquiátrico en lugar de manicomio, pero, de una u otra
manera, la Marcela, su madre, no recobró la razón, ni recobró sus tesos, ni
recobró jamás la libertad.
El Nini les vio llegar resollando cárcava arriba, mientras el dedo pulgar de su
pie derecho acariciaba mecánicamente a contrapelo a la perra enroscada a sus
pies. La visera negra de la gorra del Frutos, el Pregonero, rebrillaba como si
sudase. Y tan pronto se vieron todos en la meseta de tomillos, el Justito y el José
Luis se pusieron como firmes, sin levantar los ojos del suelo, y el Justito le dijo al
Frutos, bruscamente:
Léelo, anda.
El Frutos desenrolló un papel y ley ó a trompicones el acuerdo de la
Corporación de desalojar la cueva del tío Ratero por razones de seguridad. Al
terminar, el Frutos miró para el Alcalde, y el Justito, sin perder la compostura,
dijo:
Ya oíste, Ratero, es la ley.
El tío Ratero escupió y se frotó una mano con otra. Les miraba uno a uno,
divertido, como si todo aquello fuera una comedia.
No me voy dijo de pronto.
¿Que no te vas?
No. La cueva es mía.
La roncha de la frente de Justito, el Alcalde, se encendió súbitamente.
He hecho público el desahucio voceó. Tu cueva amenaza ruina y y o
soy el Alcalde y tengo atribuciones.
¿Ruina? dijo el Ratero.
Justito señaló el puntal y la resquebrajadura.
Es la chimenea agregó el Ratero.
Ya lo sé que es la chimenea. Pero un día se desprende una tonelada de
tierra y te sepulta a ti y al chico, y a ves qué cosas.
El tío Ratero sonrió estúpidamente:
Más tendremos dijo.
¿Más?
Tierra encima, digo.
El José Luis, el Alguacil, intervino:
Ratero dijo. Por las buenas o por las malas, tendrás que desalojar.
El tío Ratero les miró desdeñosamente:
¿Tú? dijo. ¡Ni con cinco dedos!
Al José Luis le faltaba el dedo índice de la mano derecha. El dedo se lo
cercenó una vez un burro de una tarascada, pero el José Luis, lejos de
amilanarse, le devolvió el mordisco y le arrancó al animal una tajada del belfo
superior. En ocasiones, cuando salía la conversación donde el Malvino, aseguraba
que los labios de burro, al menos en crudo, sabían a níscalos fríos y sin sal. En
todo caso, el asno del José Luis se quedó de por vida con los dientes al aire como
si continuamente sonriese.
Justito, el Alcalde, se impacientó:
Mira, Ratero dijo. Soy el Alcalde y tengo atribuciones. Por si algo
faltara, he hecho público el desahucio. Así que y a lo sabes, dentro de dos
semanas te vuelo la cueva como me llamo Justo. Te lo anuncio delante de dos
testigos.
Por San Sabino, cuando retornó a la cueva la comisión, batía los tesos un
vientecillo racheado y los trigos y las cebadas ondeaban sobre los surcos como
un mar. El Frutos, el Jurado, iba en cabeza y portaba en la mano los cartuchos de
la dinamita y la mecha enrollada a la cintura. Al iniciar la cárcava, el Nini les
enviscó la perra y el Frutos se enredó en el animal y rodó hasta el camino
jurando a voz en cuello. Para entonces, el Ratero había hablado y a con el
Antoliano, y así que el Justito le conminó a abandonar la cueva, se puso a repetir
como un disco ray ado: « Por escrito, por escrito» . El Justito miró para el José
Luis, que entendía algo de ley es, y el José Luis asintió y entonces se retiraron.
Al día siguiente, el Justito le pasó una comunicación al tío Ratero
concediéndole otro plazo de quince días. Para San Sergio concluy ó el plazo y a
media mañana irrumpió de nuevo en la cueva la comisión, pero así que vocearon
en la puerta, el Nini respondió desde dentro que aquella era su casa y si entraban
por la fuerza tendrían que vérselas con el señor juez. El Justito miró para el José
Luis y el José Luis meneó la cabeza y dijo en un murmullo: « Allanamiento; en
efecto es un delito» .
Al día siguiente, San Valero, ante Fito Solórzano, el Jefe, Justito casi lloraba.
La mancha morada de la frente le latía como un corazón:
No puedo con ese hombre, Jefe. Mientras él viva tendrás cuevas en la
provincia.
Fito Solórzano, con su prematura calva rosada y sus manos regordetas
jugueteando con la escribanía, trataba de permanecer sereno. Meditó unos
segundos antes de hablar, metiéndose dos dedos en los lagrimales. Al cabo, dijo
con ostentosa humildad:
Si el día de mañana queda algo de mi gestión al frente de la provincia, cosa
que no es fácil, será el haber resuelto el problema de las cuevas. Tú volaste tres
en tu término, Justo, y a lo sé; pero no se trata de eso ahora. Queda una cueva y
mientras y o no pueda decirle al Ministro: « Señor Ministro, no queda una sola
cueva en mi provincia» es como si no hubieras hecho nada. Me comprendes, ¿no
es verdad?
Justito asintió. Parecía un escolar sufriendo la reprimenda del maestro. Fito
Solórzano, el Jefe, dijo de pronto.
Un hombre que vive en una cueva y no dispone de veinte duros para casa
viene a ser un vagabundo, ¿no? Tráemele, y le encierro en el Refugio de
Indigentes sin más contemplaciones.
Justito adelantó tímidamente una mano:
Aguarda, Jefe. Ese hombre no pordiosea. Tiene su oficio.
¿Qué hace?
Caza ratas.
¿Es eso un oficio? ¿Para qué quiere las ratas?
Las vende.
¿Y quién compra ratas en tu pueblo?
La gente. Se las come.
¿Coméis ratas en tu pueblo?
Son buenas, Jefe, por estas. Fritas con una pinta de vinagre son más finas
que codornices. Fito Solórzano estalló de pronto:
¡Eso no lo puedo tolerar! ¡Eso es un delito contra la Salubridad Pública!
El Justito trataba de aplacarle:
En la cuenca todos las comen, Jefe. Y si te pones a ver, ¿no comemos
conejos? Hizo una pausa. Luego agregó: Una rata lo mismo, es cuestión de
costumbre.
Fito Solórzano golpeó la mesa con el puño cerrado y saltaron las piezas de la
escribanía:
¿Para qué quiero Alcaldes y Jefes Locales si en vez de resolver los
problemas vienen todo el tiempo a creármelos? ¡Busca tú una fórmula, Justo!
¡Coloca a ese hombre en alguna parte, haz lo que sea! ¡Pero piensa tú, tú, con tu
pobre cabeza, no con la mía!
Justito reculaba hacia la puerta:
De acuerdo, Jefe. Déjalo de mi mano.
Fito Solórzano cambió repentinamente de tono y añadió cuando Justito, vuelto
de espaldas abría y a la puerta del despacho:
Y cuando liquides este asunto, avisa. Ten en cuenta que no te dice esto Fito
Solórzano ni tu Jefe Provincial, sino el Gobernador Civil.
8
Por San Baldomero el Nini descubrió sobre el Pezón de Torrecillórigo el primer
bando de avefrías desfilando precipitadamente hacia el sur. Durante tres días con
sus tres noches, los bandos se sucedieron sin interrupción y el vuelo de las aves
era cada vez más vivo y agitado. Volaban muy altas, componiendo una gran V
sobre el impávido cielo azul, chirriando excitadamente con un estremecido deje
de alarma.
Antaño, el Pezón de Torrecillórigo se llamó la Cotana del Moro, pero la
Marcela, la madre del Nini, la rebautizó pocos meses antes de dar con sus huesos
en el manicomio. Ya desde el parto, la Marcela no quedó bien y cada vez que el
Ratero la sorprendía mirando embobada para los cuetos y le decía: « ¿Qué miras,
Marcela?» , ella ni respondía. Y únicamente si el Ratero la zarandeaba, ella
balbucía al fin: « El Pezón de Torrecillórigo» . Y señalaba el cono de la Cotarra
del Moro, torvo y lóbrego como un volcán. « ¿El Pezón?» inquiría el Ratero,
y ella agregaba: « Somos muchos a tirar de él. No da leche para tantos» . Meses
después el tío Ratero sorprendió a su hermana aserrando una pata del taburete.
« ¿Qué haces, Marcela?» le dijo. Y ella respondió: « El taburete banquea» .
Dijo él: « ¿Banquea?» . Y ella no respondió, pero a la noche había aserrado las
cuatro patas. Aún aguantó el tío Ratero unos años más. Por aquel tiempo el Nini
y a había cumplido los seis y el Furtivo le decía cada vez que lo encontraba:
« Explícate, bergante, ¿cómo es posible que la Marcela sea tu tía y tu madre al
mismo tiempo?» y se reía con un ruidoso estallido como si estuviera lleno de
aire y, de repente, se deshinchase. Y el día que el tío Ratero se decidió a
horadar el techo de la cueva con el tubo que le regalara Rosalino, el Encargado,
y le pidió a la Marcela arena para la mezcla, su hermana le aproximó la horca
que sostenía a duras penas. « Toma» dijo. « ¿Cuál?» dijo el Ratero.
« Arena. ¿No pedías arena?» dijo ella. « ¿Arena?» dijo el Ratero. Ella
añadió: « Apura, que pesa» . El Nini la miraba atónito y al cabo, dijo: « Madre,
¿cómo va a coger usted arena con una horca?» . Una semana después, por Santa
Oliva haría cuatro años, se presentó en el pueblo un hombrecillo enlutado y se la
llevó al manicomio de la ciudad, pero la Cotarra del Moro no volvió a recobrar su
nombre y fue en adelante y para siempre jamás el Pezón de Torrecillórigo.
Ahora las avefrías sobrevolaban el Pezón y el Nini, el chiquillo, bajó al
pueblo a informar al Centenario:
No las veo pero las siento gruir dijo el viejo. Eso quiere decir nieve.
Antes de siete días estará aquí.
El Centenario, con el trapo negro cubriéndole media cara, era como una
reseca momia bajo el sol. Antes de ponerse el trapo, el niño le preguntó una tarde
qué era aquello:
Nada de cuidado; un granito canceroso dijo el viejo sonriendo.
El Nini, cada vez que le asaltaba alguna duda sobre los hombres, o sobre los
animales, o sobre las nubes, o sobre las plantas, o sobre el tiempo, acudía al
Centenario. El tío Rufo, por encima de la experiencia, o tal vez a causa de ella,
poseía una aguda perspicacia para matizar los fenómenos naturales, aunque para
el Centenario, los gorjeos de los gorriones, o el sol en las vidrieras de la iglesia, o
las nubes blancas del verano, no eran siempre una misma cosa. En ocasiones,
hablaba de su « viento de cuando rapaz» , o « del polvo de la era de cuando
mozo» o de « su sol de viejo» . Es decir que en las percepciones del Centenario
jugaba un papel preferente la edad, la huella que produjeron en él, a
determinada edad, las nubes, el sol, el viento o el polvo dorado de la trilla. El
Centenario sabía mucho de todo, a pesar de que los mozos y los chiquillos del
pueblo no se arrimaban a él más que para reír de sus aspavientos nerviosos o
para alzarle el trapo negro en un descuido y « verle la calavera» y hacer, luego,
mofa de su enfermedad:
Son jóvenes, pero eso se pasa solía decirle al Nini, resignadamente, en
esos casos, el Centenario.
La misma Simeona, su hija, no le guardaba al viejo ninguna consideración.
Desde que el Centenario empezó a envejecer, la Simeona se hizo cargo de la
casa y las labores. Ella atendía al ganado, sembraba, aricaba, escardaba, segaba,
trillaba y acarreaba la paja. A causa de ello se hizo irritable, roñosa y suspicaz. El
Undécimo Mandamiento armaba que todo el mundo se vuelve roñoso y suspicaz
tan pronto advierte lo que cuesta ganar una peseta. No obstante, la Simeona se
mostraba excesivamente irreductible para con su padre. En las contadas
ocasiones en que comadreaba con sus convecinas decía: « Cuanto más viejo más
goloso, no puedo con él» . La señora Clo la miraba envidiosamente y comentaba:
« Suerte la tuy a, con lo mal que me come a mí el Virgilín» . Para la señora Clo,
la del Estanco, todas las preocupaciones se centraban ahora en el Virgilín. Le
cuidaba como a un hijo y, por su gusto, le hubiera confinado en una jaula y
hubiera colgado esta de la viga de la tienda, como hizo en tiempos con los
camachuelos.
La Simeona, en cambio, trataba a su padre desconsideradamente. Su
desconfianza aumentaba por días y ahora, cada vez que se ausentaba de casa,
trazaba una ray a con el lapicero en el reverso de la hogaza y metía el dedo en la
cloaca de las gallinas, una por una, para cerciorarse de si el Centenario comía un
cacho de pan o se merendaba algún huevo durante su ausencia. Al regreso decía:
Ha de haber tres huevos, padre; a ver dónde los ha puesto.
Y si acaso faltaba alguno, los gritos y los improperios rebasaban las últimas
casas del pueblo y si el tiempo era quedo y, con may or razón, si soplaba viento
favorable, las voces ascendían hasta la cueva y el Nini se compungía y decía
para sí: « Ya está la Simeona regañando al viejo» .
De todos modos nadie podía decir nada de la Simeona, que a más de sostener
sobre sus huesos un padre centenario, una labranza y una casa, aún sacaba
energía para la piadosa tarea de enterrar a los muertos del lugar. Utilizaba para
ello un carrito destartalado, arrastrado por un asnillo de muchos años al que la
Sime apaleaba sin duelo cada vez que conducía a un difunto al camposanto. En la
trasera del carro amarraba al Duque, el perro, con un cordel tan corto que casi lo
ahorcaba. El animal gañía, ladeando un poco la cabeza para evitar la tensión,
pero si alguien le hacía alguna advertencia a la Simeona, ella replicaba:
Mejor. Así hasta al más desgraciado no le falta un perro que le llore.
La Simeona juraba y maldecía como un hombre y en los últimos tiempos, al
referirse a la voracidad de su padre, hacía escarnio del cáncer y decía: « El viejo
tiene ahora que comer para dos» .
El Centenario, aun trampeando, iba todavía de acá para allá, mas en las horas
de sol era fijo encontrarle sentado en el poy o de la trasera de su casa, los ojos
entornados, oxeando incansablemente unos pollos imaginarios. El Nini bajaba
con frecuencia a buscar su compañía y a consultarle sus dudas o a oírle las viejas
historias en las que inevitablemente volcaba sus nostalgias de « su sol de cuando
rapaz» , « el polvo de la era de cuando mozo» , o « los inviernos de Alfonso XII» .
Últimamente al Nini llegó a fascinarle aquel trapo negro que ocultaba parte
de la nariz y la mejilla izquierda del tío Rufo, y, cada vez que se sentaba a su
lado, experimentaba la tentación casi invencible de levantarlo. Era la suy a la
misma impaciencia que atosigaba a los rapaces del pueblo cuando, al iniciarse el
otoño, aparecían los húngaros con los títeres en la plaza y llegada la hora gritaban
a coro: « ¡Que son las cuatro, que se alce el trapo!» . No obstante, el Nini
dominaba la incitación; veneraba al viejo y de una manera inconsciente
agradecía sus enseñanzas.
El Centenario le dijo, por el Santo Ángel, cuando las avefrías sobrevolaban el
Pezón de Torrecillórigo, que la nieve estaba próxima, tal vez a menos de una
semana, y para San Victoriano, o sea, cinco días más tarde, los copos empezaron
a descolgarse con silenciosa parsimonia y, en unas horas, la cuenca quedó
convertida en una inmensa mortaja. La blancura lastimaba los ojos y los adobes
del pueblo y las bardas que cobijaban las deleznables tapias de los corrales se
hacían más ostensibles bajo la nieve. Pero la vida parecía haber huido del mundo
y un silencio sobrecogedor, cernido y macizo como el de un camposanto, se
desplomó sobre la cuenca.
Las alimañas se aletargaron en sus huras y los pájaros desconcertados se
acurrucaban en la nieve hasta que el calor de sus cuerpos la fundía y tomaban,
de nuevo, contacto con la tibieza de la tierra. Allí, en sus agujeros, permanecían
inmóviles, asomando sus cabezas de redondos ojos atónitos, oteando hambrientos
en derredor. A veces, el Nini se distraía merodeando por las proximidades del
pueblo y las urracas y los tordos y las alondras tardaban en arrancarse y, en
última instancia lo hacían, pero tras un breve vuelo vertical, como un rebote,
tomaban apresuradamente a sus y acijas.
Por San Simplicio, el niño y la perra sintieron la engañosa llamada de la nieve
y salieron al campo. Sus pisadas crujían tenuemente, mas aquellos crujidos
detonaban en el solemne silencio de la cuenca con una sorda opacidad. Ante sus
ojos se abría un vasto, solitario y mudo planeta mineral y el niño lo recorría
transido por la emoción del descubrimiento. Dobló el Cerro Merino y al iniciar el
ascenso de la ladera, el Nini atisbó el rastro de una liebre. Sus leves pisadas se
definían nítidamente en la nieve intacta y el niño las siguió, la perra en sus
talones, el hocico levantado, sin intentar siquiera rastrear. De pronto las huellas
desaparecieron y el niño se detuvo y observó en tomo y al divisar el matojo de
encina doce metros más allá, sonrió tenuemente. Sabía, por su abuelo Román,
que las liebres en la nieve ni se evaporan ni vuelan como dicen algunos cazadores
supersticiosos; simplemente, para evitar que las huellas las delaten, dan un gran
salto antes de agazaparse en su escondrijo. Por eso intuía que la liebre estaba allí,
bajo el carrasco, y al avanzar hacia él con la sonrisa en los labios, gozándose en
la sorpresa, brincó la liebre torpemente y el niño corrió tras ella, torpemente
también, riendo y cay endo, mientras la perra ladraba a su lado. Al cabo, el niño
y la perra se detuvieron, en tanto la liebre se perdía tras una suave ondulación, los
amarillos ojos dilatados por el pánico. Jadeante aún, el Nini experimentó una
súbita reacción y se puso a orinar y la tierra oscura asomó en un pequeño corro
bajo la nieve fundida. Poco más lejos se agachó y erigió en pocos minutos un
monigote de nieve, le colocó su tapabocas y azuzó a la perra:
Fa, mira, el Furtivo, ¡anda con él!
Pero a la perra la asustaba el muñeco y reculaba ladrando, sin cesar de
mirarlo esquinadamente y, entonces, el niño formó unas bolas y lo destruy ó de
cuatro pelotazos. Soltó una carcajada estridente y el cristalino eco que despertó
su risa en la nieve le animó a repetir y, luego, a gritar una y otra vez, cada vez
más fuerte. Experimentaba, al hacerlo, una grata sensación de plenitud. Ascendió
la loma sin dejar de gritar y entonces divisó al Furtivo, en carne y hueso, allá
abajo, en la cuenca, recorriendo pesadamente los barbechos de la señora Clo. El
Nini enmudeció y sintió recorrerle el cuerpo una oleada de ira. La ley prohibía
cazar los días de nieve porque los animales rastreros denunciaban su presencia
por las huellas y la perdiz, sin comer, no resistía más allá de un corto vuelo. Sin
embargo, el Furtivo andaba allí y por si la nieve no fuera bastante, portaba la
escopeta en guardia baja por si algo se arrancaba. El niño le vio venir hacia él e
intentó rehuirle pero el Furtivo le atajó. Matías Celemín era práctico en andar por
la nieve y viéndole de lejos deslizarse ágilmente contra la centelleante claridad
de los tesos, parecía el único poblador del mundo. Al llegar a su altura, le dijo el
Furtivo mostrándole sus aterradores dientes, carniceros:
¿Eras tú quien chillaba ahí arriba, bergante?
Sí.
Bien reías, ¿eh? Tú ríes cuando estás solo, como los locos.
El niño procuraba caminar de prisa porque la compañía del Furtivo le era
ingrata. El morral del Furtivo abultaba como dos liebres. Le dijo al Nini:
¿No viste huellas, rapaz? ¿Dónde diablos se meten los tejos en este pueblo?
No sé.
No sé, no sé; apuesto a que sí lo sabes.
El niño se encogió de hombros. Añadió el Furtivo:
Os larga Justito de la cueva ¿eh? ¿Dónde os vais a meter, bergante? Si a un
conejo le ciegas el bardo, a morir; y a se sabe. Eso te va a pasar a ti por candar el
pico.De la loma descendían las pequeñas huellas de los pies descalzos del Nini
junto a las de las enormes botazas claveteadas del Furtivo y las ingrávidas de la
perra. La tierra, desolada y lívida, apenas abultada por las formas redondas de
los cuetos, era como una superficie láctea en el momento de iniciar la ebullición.
El tío Ratero, acuclillado junto al fuego, levantó los ojos al oír los pasos del
niño. ¿Viste a ese? dijo con reprimida avidez.
No dijo el niño.
Malvino le vio.
No es cierto añadió el Nini. No hay un alma en el campo.
La huidiza mirada del Ratero se afiló bajo los párpados y se clavó en las
brasas, pero no dijo nada. También el niño guardó silencio. Desde hacía cuatro
semanas el tío Ratero no pensaba en otra cosa sino en la competencia. El Nini
intentaba a veces disuadirle, convencerle de que el arroy o era de todos, pero el
Ratero se obcecaba en su testarudez salvaje: « Las ratas son mías; ese me las
roba» , decía; y resollaba de fatiga y exasperación.
Por San Melitón salió el sol y fundió la nieve y, al caer la tarde, apenas si unos
deleznables retazos blancos circuían las faldas de los tesos en su vertiente norte.
Esa anochecida se encamó, al fin, el Centenario, y el Nini, al enterarse, bajó un
rato a hacerle compañía. Sobre el camastro pendía una lavativa y, a su lado, la
pobre lámpara, y sobre la pobre lámpara un cromo de la Virgen. Le dijo el viejo
sin volver la vista, sin mover un solo músculo de la cara:
Esta tarde, antes de acostarme, quise oír el viento en los plumeros de las
espadañas, como cuando mozo. Me tumbé junto al arroy o y aguardé, pero el
viento no sonaba igual. Todo se va; nada se repite en la vida, hijo.
El niño comenzó a hablarle de la nieve y del Furtivo y de la liebre encamada
bajo el carrasco y, finalmente, quedó en silencio, las pupilas en el trapo negro
que ocultaba media cara del viejo. La respiración de este era entrecortada y
anhelante, mas, al concluir el niño, no hizo comentario. A la tarde siguiente el
Nini volvió junto a él y, al anochecer, se incorporó y dio la lámpara de la
cabecera del lecho. Durante una semana el Nini visitó diariamente al enfermo.
Apenas cambiaban unas palabras, pero tan pronto el día agonizaba en la ventana,
el Nini, sin que nadie se lo pidiera, encendía la luz. A la séptima noche, tan pronto
el niño dio la luz, el Centenario agarró el trapo negro con dos dedos temblones, lo
levantó y dijo:
Ven acá.
El corazón del Nini latía desacompasadamente. La cara del viejo bajo el
trapo era un amasijo sanguinolento socavado en la misma carne y en la parte
superior de la nariz, junto a la sien, amarilleaba el hueso. El Centenario rio
sordamente y dijo al observar la faz descolorida del muchacho:
¿No viste nunca la calavera de un hombre vivo?
No convino el niño.
El Centenario volvió a reír quedamente y dijo:
A todos cuando muertos nos comen los bichos. Pero es igual, hijo. Yo soy
y a tan viejo que los bichos no han tenido paciencia para aguardar.
9
Hacia San Segundo caían todos los años, desde hacía cuatro, por el pueblo, los
extremeños. Componían una abigarrada caravana con la recua de borricos
enjaezados y llegaban cantando, como si en lugar de acabar de hacer quinientos
kilómetros en diez días a uña de asno por caminos polvorientos, terminaran de
emerger de un baño tibio tras un sueño reparador. La cuadrilla de extremeños se
alojaba en los establos del Poderoso, a quien pagaban cinco reales diarios por
cabeza y como permanecían en el pueblo casi seis meses y formaban una
partida de doce, don Antero se embolsaba anualmente cerca de once mil reales
por este concepto.
Doña Resu, el Undécimo Mandamiento, los sintió llegar y cerró de golpe la
ventana:
Ya están esos aquí; Dios nos tenga de su mano le dijo a la Vito, la
sirvienta.
Durante los dos primeros años, el Nini acompañó a los extremeños a talar el
monte de la vaguada y desenraizar los matos de encina. Antes hicieron esto en
Torrecillórigo, aunque ahora eran empleados del Estado dedicados a la ardua
tarea de la repoblación forestal. La repoblación forestal era la obsesión de los
hombres nuevos y cuando la guerra, apenas a las veinticuatro horas de estallar,
se organizaron brigadas de voluntarios con el fin de convertir la escueta aridez de
Castilla en un bosque frondoso. No había tarea más apremiante y los prohombres
decían: « Los árboles regulan el clima, atraen las lluvias y forman el humus, o
tierra vegetal. Hay, pues, que plantar árboles. Hay que hacer la revolución.
¡Arriba el campo!» . Y todos los hombres de todos los pueblos de la cuenca se
desparramaron ilusionados, la azada al hombro, por las inhóspitas laderas. Pero
llegó el sol de agosto y abrasó los tiernos brotes y los cerros siguieron mondos
como calaveras.
Guadalupe, el capataz de los extremeños, que, pese a su nombre, era un
muchacho atezado y musculoso, con bruscos y ágiles ademanes de gitano, les
dijo de entrada a los mozos del pueblo en la taberna del Malvino que venían
dispuestos a convertir Castilla en un jardín. El Pruden se había sonreído
escépticamente y el Guadalupe le dijo: « ¿Es que no lo crees?» . Y el Pruden
respondió melancólicamente: « Solo Dios hace milagros» .
Los extremeños comenzaron el trabajo por la Cotarra Donalcio y en pocos
meses la motearon de pimpollos, como la cara de un hombre picado de viruelas.
Pero tan pronto concluy eron, un sol implacable derramó su fuego sobre la colina
y los incipientes pinabetes comenzaron a amustiarse y a las dos semanas un
setenta por ciento de los arbolitos trasplantados estaban resecos y chascaban al
pisarlos como leña. Los supervivientes se defendieron unas semanas aún, pero al
poco tiempo perecieron también calcinados y la faz de la Cotarra Donalcio
volvió a ser tan adusta y hosca como antes de dejar su huella allí los extremeños.
El y eso cristalizado brillaba en el borde de las hoy as de greda, y Guadalupe, el
Capataz, al divisar los guiños del cerro desde los bajos juraba y decía:
Todavía se cachondea el marica de él.
Hablaban de los cerros con rencor, pero, pese al estéril resultado, no cejaban
en el empeño. A veces aparecía por el pueblo el ingeniero, que era un hombre
campechano aunque con esa palidez que contagian las páginas de los libros a
quien ha estudiado mucho y, entonces, se reunía con los doce extremeños en la
taberna del Malvino y les arengaba como el general a los soldados antes del
combate:
Extremeños decía, tened presente que, hace cuatro siglos, un mono
que entrara en España por Gibraltar podía llegar al Pirineo saltando de rama en
rama sin tocar tierra. Con vuestro entusiasmo, el país volverá a ser un inmenso
bosque.
El Pruden y el Malvino cambiaban una mirada de inteligencia. Tras la visita
del ingeniero, que bebía con ellos como un igual, los extremeños acrecían sus
esfuerzos, ahondaban las hoy as de cada pimpollo para que sirviera de recipiente
a las aguas pluviales y les protegiera del matacabras, pero las lluvias no se
presentaban y, al llegar julio, el pimpollo se asaba en el hoy o como un pollo en su
propio jugo.
El Nini frecuentaba a los extremeños porque aparte de ser maestros en el arte
de desarraigar una encina o de plantar un pinabete mediante un cortado
movimiento de muñeca, le recordaban los tiempos de Torrecillórigo con el
abuelo Abundio, cuando, al anochecer, en el almacén agujereado, narraban
turbulentas historias de asesinatos. De vez en cuando, se presentaba en el pueblo
algún conocido:
Nini, chavea, ¿qué fue del abuelo?
Se fue.
¿Dónde?
No lo sé.
¡Condenado viejo! Con sus lavatorios no nos dejaba pegar ojo en toda la
noche. ¿Recuerdas?
Pero en el pueblo no querían a los extremeños porque estimaban su labor
inútil, impedían el acceso de las ovejas a las colinas y les atribuían toda clase de
vicios. Durante su estancia los nativos disfrutaban de una absoluta impunidad.
Ante cualquier desaguisado la gente decía:
Habrán sido los extremeños.
El Undécimo Mandamiento iba más lejos. Y si aparecía un billete de cinco
duros en el cepo de la iglesia, o se tenía conocimiento de cualquier buena acción,
decía:
De seguro, los extremeños no han sido.
Pero el Nini sabía que los extremeños eran buena gente y con su
herramienta, un cacho de pan y un cacho de tocino salvaban la jornada y no
pedían más. El jornal marchaba íntegro para Extremadura donde durante seis
largos meses les aguardaban pacientemente sus mujeres y sus hijos. Nada de
esto modificaba la opinión del Undécimo Mandamiento para quien los
extremeños, en cualquier circunstancia, eran unos individuos indeseables. Y si
callaban, le parecían peligrosos; y si cantaban, ineducados. Y si al cruzar frente
al almacén oía sus animados coros llamaba aparte al Guadalupe y le decía.
Guadalupe, el undécimo no alborotar: Guadalupe, el Capataz, se plantaba:
¡Está bueno eso! Y si no cantan ¿qué van a hacer, señora?
Rezar.
Guadalupe cruzaba sus atezados brazos sobre el pecho y meneaba la cabeza
de arriba abajo, como queriendo demostrar que callaba para no enconar más las
cosas.
Por San Braulio, doña Resu se topó en la plaza con el tío Ratero:
Me alegro de verte, Ratero le dijo. ¿Sabes que el chico anda todo el
tiempo entre los perdidos de los extremeños y bebe de la bota y oy e palabrotas y
cuentos obscenos?
Déjele estar, doña Resu respondió el Ratero con su sonrisa indescifrable.
¿Eso dices tú?
¡Eso!
¿Y no andaría mejor en la escuela que aprendiendo lo que no debe?
Él y a sabe.
¿Crees tú que sabe?
Todos lo dicen.
¿Todos? Y si ellos no saben de la misa la media ¿cómo saben si saben los
demás?
El Ratero metió un dedo bajo la boina y se rascó ásperamente el cogote.
La voz de doña Resu adquirió, de súbito, un tono conciliador:
Escucha, Ratero agregó. El Nini tiene luces naturales, y a lo creo que
las tiene, pero necesita una guía. Si el Nini se lo propusiera podría saber más que
nadie en el pueblo.
El Undécimo Mandamiento consultó su relojito de pulsera e hizo un ademán
de impaciencia:
Llevo prisa, Ratero terminó. Algún día he de hablar contigo despacio
sobre el asunto.
No era ninguna novedad la mala opinión que el Nini le merecía a doña Resu,
pero antes de llegar este año los extremeños, el Undécimo Mandamiento se
limitaba a pensar mal de él o a regañarle tibiamente. Esto no impedía que
apelara a sus servicios cuando le necesitaba, como aconteció, para San Ruperto y
San Juan haría dos años, con el asunto de los conejos:
Nini le dijo entonces, ¿no crían las conejas todos los meses?
Así es, doña Resu.
¿Qué le ocurre entonces a esta mía que lleva seis emparejada y como si
no?
El Nini no respondió, abrió la conejera y examinó reflexivamente a los
animales. Después de un rato, les encerró de nuevo, se incorporó y dijo
gravemente:
Son machos los dos, doña Resu.
El Undécimo Mandamiento se sofocó toda y le expulsó a empellones del
corral.
Ya en vida de don Alcio Gago, su marido, doña Resu era inflexible y
dominante. Don Alcio, por cosas de la tensión, se negaba a dar un paso, pero
como recelaba de los caballos, doña Resu los adquiría en la ciudad de los
desechos de las funerarias. Los caballejos que tiraban de las carrozas eran
animales dóciles, incapaces de una mala acción. A pesar de todo, don Alcio les
respetaba la correa dorada y el plumero negro de la cabeza por si acaso al
prescindir de estos aditamentos extrañaban la anomalía y se alborotaban. Y los
campesinos, al cruzarse con él de esta guisa, se santiguaban porque presumían
que un animal tan lúgubremente enjaezado no podía acarrear más que
desgracias. Al ponerse el sol, don Alcio solía detenerse sobre el Cerral y allí
inmóvil, a contraluz, sobre el caballo empenachado, semejaba una aparición
fantasmagórica. A partir de entonces, el Cerral comenzó a llamarse la Cotarra
Donalcio. Mas don Alcio, a pesar de la tensión, enterró cuatro caballerías antes
de morir él, y al ocurrir esto doña Resu le llevó un luto riguroso, negándose
incluso a participar en la fiesta de la Pascuilla y asistiendo durante dos años a
misa los domingos a través de la rejilla del confesionario.
Don Ciro, que era el párroco de Torrecillórigo, que por necesidad binaba en el
pueblo, era demasiado joven y tímido para contradecirla: « Si su conciencia
queda más tranquila, hágalo así» , le decía. Don Ciro se presentaba los domingos
sobre las once, en el tractor del Poderoso, y rezaba una misa sencilla y trataba de
explicar sencillamente el Evangelio. El Mamertito, el chico del Pruden, que hacía
de monaguillo, jamás tocaba segundas mientras no divisara desde el campanario
la nube de polvo que levantaba en la carretera el Fordson del Poderoso.
El Mamertito, desde muy niño, empezó a decir que antes de dormirse se le
aparecía San Gabriel. A los seis años se le aleló la cara y la Sabina, su madre,
decía que era a causa de las apariciones. Pero dos años después el rapaz se cay ó
del trillo y expulsó de la nariz un piñón con raíces y todo y mucha sangre y pus y,
de este modo, se le avivó el semblante de nuevo y la Sabina, decepcionada, le
voceó que si volvía a mentarle a San Gabriel le cruzaba la cara de un bofetón.
Por San Jonás, doña Resu mandó llamar al Nini:
Pasa, pequeño le dijo. La perra déjala fuera.
El niño la miró serenamente y dijo con aplomo:
Si ella no entra, y o tampoco, doña Resu, y a lo sabe.
Está bien. Entonces, hablaremos en el corral.
Pero se quedaron en el zaguán, sentados en una vieja arca de nogal tan alta,
que los pies del Nini no alcanzaban el suelo. El Undécimo Mandamiento utilizaba
esa tarde con él unos modales melifluos y reprimidos:
Dime, hijo, ¿por qué andas siempre tan solo? No ando solo, doña Resu.
¿Con quién, entonces?
Con la perra.
¡Alma de Dios! ¿Es alguien un animal?
El Nini la miró sorprendido y no respondió. Prosiguió doña Resu:
¿Y la escuela? ¿Por qué no vas a la escuela Nini?
¿Para qué?
Mira qué preguntas. Para aprender.
¿Se aprende en la escuela?
¡Qué cosas! En la escuela se educa a los pequeños para que el día de
mañana puedan ser unos hombres de provecho.
Sonrió doña Resu al observar el desconcierto del niño y añadió:
Escúchame. Los ignorantes del pueblo y los perdidos de los extremeños te
dirán que sabes muchas cosas, pero tú no hagas caso. Si ellos no saben nada de
nada ¿cómo saben si sabes tú?
Se miraron uno a otro en silencio y doña Resu, para no perder su ventaja
inicial, agregó al fin:
¿Sabes acaso, pequeño, lo que es la longanimidad?
El niño la miraba perplejo, con el mismo estupor con que dos tardes antes
mirara al Rosalino cuando le pidió desde lo alto del Fordson que diese un
golpecito al carburador porque la máquina rateaba. Como el Nini no se inmutara,
Rosalino le preguntó: « ¿No sabes, acaso, dónde anda el carburador?» .
Finalmente el niño se encogió de hombros y dijo: « De eso no sé, señor Rosalino;
eso es inventado» .
Doña Resu le contemplaba ahora con un punto de orgullo, una sonrisa apenas
esbozada en las comisuras de los labios:
Di insistió. ¿Sabes, por casualidad, qué es la longanimidad?
No dijo bruscamente el niño.
La sonrisa de doña Resu floreció como una amapola:
Si fueras a la escuela dijo sabrías esas cosas y más y el día de
mañana serías un hombre de provecho.
Se abrió una pausa. Doña Resu preparaba una nueva ofensiva. La pasividad
del niño, la ausencia de toda reacción empezaba a desconcertarla. Dijo de súbito:
¿Conoces el auto grande de don Antero?
Sí. El Rabino Grande dice que es macho.
Jesús, qué disparate. ¿Es que un automóvil puede ser macho o hembra?
¿Eso dice el Pastor?
Sí.
Otro ignorante. Si el Rabino Grande hubiera ido a la escuela no diría
disparates cambió de tono para proseguir: ¿Y no te gustaría a ti cuando seas
grande tener un auto como el de don Antero?
No dijo el niño.
Doña Resu carraspeó:
Está bien dijo seguidamente, pero sí te gustaría saber de plantar pinos
más que Guadalupe, el Extremeño.
Sí.
O saber cuántos dedos tiene el águila real o dónde anida el cernícalo
lagartijero ¿verdad que sí?
Eso y a lo sé, doña Resu.
Está bien dijo el Undécimo Mandamiento en tono intemperante, tú
quieres que a doña Resu la pille el toro. Eso quieres tú, ¿verdad?
El niño no respondió. La Fa le contemplaba pacientemente desde la línea
dorada de la puerta. Doña Resu se incorporó y puso al Nini una mano en el
hombro:
Mira, Nini le dijo maternalmente, tú tienes luces naturales pero al
cerebro hay que cultivarlo. Si a un pajarito no le dieras de comer todos los días
moriría, ¿verdad que sí?
Pues es lo mismo.
Carraspeó bobamente y agregó:
¿Conoces al ingeniero de los extremeños? ¿A don Domingo?
Sí, a don Domingo.
Sí.
Pues tú podrías ser como él.
Yo no quiero ser como don Domingo.
Bueno, quien dice don Domingo dice otro cualquiera. Quiero decir que tú
podrías ser un señor a poco que pusieras de tu parte.
El chiquillo alzó la cabeza de golpe:
¿Quién le dijo que y o quiera ser un señor, doña Resu?
El Undécimo Mandamiento elevó los ojos al techo. Dijo, reprimiendo su
irritación:
Será mejor que vuelva a hablar con tu padre. Eres muy testarudo, Nini.
Pero ten presente una cosa que te dice doña Resu: en este mundo no se puede
estar uno mano sobre mano mirando cómo sale el sol y cómo se pone, ¿me
entiendes? El undécimo, trabajar.
10
El Rabino Grande se levantaba antes de apuntar la aurora e inmediatamente
hacía sonar el cuerno desde el centro de la plaza y los vecinos, al oír la señal,
tiraban, entre sueños, del cordel enganchado al picaporte de la cuadra y las
ovejas y las cabras acudían por sí solas a concentrarse en torno al Pastor
haciendo sonar jubilosamente sus esquilas. Por su parte, el Rabino Chico, a esas
horas, y a regresaba del cauce de abrevar el ganado y ambos hermanos se
cruzaban en la plaza y se saludaban levantando lentamente una mano en ademán
amistoso, como si fueran dos desconocidos:
Buenos días.
Buenos nos los dé Dios.
Luego, el Rabino Chico se encerraba en el establo, limpiaba los pesebres y
preparaba las pasturas, en tanto el Rabino Grande ascendía con el rebaño por el
camino del alcor y la primera claridad del alba le sorprendía, de ordinario,
faldeando los tesos. Durante el otoño y el invierno, los primeros seres que el
Rabino Grande divisaba abajo en la cuenca, entre los hoscos terrones, arrimados
a la tira plateada del arroy o eran el tío Ratero y el Nini. Los distinguía,
claramente aunque diminutos, y por sus actitudes adivinaba cuándo escapaba la
rata o cuándo la atrapaban.
Sentado en una laja, a medio teso, mientras almorzaba, seguía ahora sus
evoluciones con una atención indiferente y fría.
Abajo, en la cuenca, el Ratero se apartó de la hura malhumorado:
No está sobada dijo.
El riachuelo, en estiaje prematuro, discurría penosamente entre los carrizos y
las espadañas y, a los lados bajo un sol pugnaz, blanqueaban los barbechos
sedientos, en contraste con la engañosa plenitud de los cereales apuntados.
El niño estimuló a la perra:
¡Tráela, Fa!
El animal, el hocico a ras de tierra, olfateaba las veredas y los pasos de las
riberas y al cruzar de una orilla a otra chapoteó en el agua ruidosamente. De
pronto se plantó, el muñón erecto, la pequeña cabeza ladeada, fijos los ojos, el
cuerpecillo tenso e inmóvil:
¡Ojo, chita! dijo el Ratero enarbolando el pincho.
La perra se arrancó ciegamente con un breve ladrido, quebrando, como una
exhalación, las berreras y carrizos que se alzaban a su paso. Durante unos
segundos corrió en línea recta, pero, de súbito, se detuvo, volvió sobre sus pasos,
olisqueó tenazmente en todas direcciones y, al cabo, irguió la cabeza desolada y
jadeó ahogadamente.
La ha perdido dijo el Nini.
Es vieja y a; no tiene vientos dijo el Ratero.
El Nini le miró dubitativo. Dijo tras una pausa:
Está preñada. Eso le pasa.
El hombre no respondió. La perra ganó de un salto la ribera, se agachó y, al
concluir, escarbó nerviosamente con las manos hasta cubrir de tierra la pequeña
mancha de humedad. Cada vez que orinaba en el campo procuraba no dejar
rastro. En la cueva bastaba que el niño la señalara la entrada con un gesto para
que el animal saliera y se desahogara. De muy joven lo hacía levantando la pata
junto a las esquinas, como los perros, pero tras el primer parto, el animal se
asentó y adquirió consciencia de su sexo. Antes, el Antoliano la cercenó el rabo
de un solo golpe con el formón. Pero, en todo caso, el muñón de la Fa era un
muñón alegre y expresivo, como esos hombres sobre quienes se acumulan las
desgracias y, sin embargo, sonríen. Por el muñón de la Fa sabía el Nini dónde
había ratas y dónde no las había, si estaba alegre o triste, dónde anidaban la
abubilla y el alcaraván o si rondaba un peligro.
Es del perro del Centenario aclaró el Nini, tras una pausa, sin que el
hombre le hubiera pedido explicaciones.
¿Del Duque?
Sí. Por la noche la Sime le da suelta.
El Ratero movió la cabeza enojado. Tenía la hirsuta barba sin afeitar, y la
sucia boina capona calada hasta las orejas. Sus ojos se enturbiaron al decir:
No hay ratas va.
Amagaba la primavera y los morrales eran cada vez más exiguos y
laboriosos. Ningún año ocurrió así. Las ratas abundaban en el arroy o a veces
hasta cinco o seis en una hura y raro era el día que el tío Ratero no conseguía
un morral de tres docenas. Ahora, a duras penas lograban la tercera parte. El
Ratero decía, apretando las encías deshuesadas: « Ese me las roba» . Malvino, en
la taberna, le malmetía cada noche: « Las ratas son tuy as, Ratero, métetelo en la
cabeza. A ese granuja nadie le dio vela en este entierro» . « Eso» , decía el Ratero
y los músculos del cuello y de los brazos se le tensaban hasta casi saltar. Aún
añadía el Malvino: « Quiere quitarte el pan; no dejes a ese gandul que te pise el
terreno» . Luego, hasta la tarde siguiente, el Ratero no hacía más que rumiar sus
palabras pese a que el Nini se esforzaba en convencerle de que las ratas eran
como los trigos, que unos años vienen mejor y otros peor, y culpaba de la
escasez a los hurones y las comadrejas. « Algo han de comer decía; conejos
no hay » . A veces el niño imaginaba que las ratas podían estar afectadas por la
peste de los conejos, pero por más que investigó no consiguió dar con una rata
enferma. Conejos, en cambio, se hallaban con facilidad en el páramo, las trochas
o los senderos del monte, la cabeza aleonada, los párpados hinchados, el hocico
erizado de pústulas. El animal contagiado era un ser indefenso que moría de
inanición: ciego y sin olfato era incapaz de encontrar alimento.
El Nini cavó una cueva anidada y llamó la atención del Ratero:
Mire dijo.
Entre las pajas se movían dos minúsculos cuerpos sonrosados. Tenían aún los
ojos cerrados pero, en cambio, abrían unas bocas desproporcionadas:
Ya ve, dos crías añadió el niño. Nadie tiene la culpa.
De ordinario, las camadas de las ratas eran de cinco a ocho. Dijo el Ratero,
luego de observarlas atentamente:
Son de esta noche.
El niño cubrió el nido, cuidando de no aplastarlas. Insistió:
Es año bisiesto. Nadie tiene la culpa.
A la mañana siguiente, cuando acechaba a la nutria, en el cauce, el Nini se
topó con el ratero de Torrecillórigo. Era un muchacho apuesto, de ojos vivaces y
expresión resuelta, que vestía una americana de pana parda y botas claveteadas
como las del Furtivo. Su perro olisqueaba sin convicción entre las berreras. El
hombre sonrió al niño y dijo, acuclillándose e hincando el pincho de hierro en el
suelo: ¿Qué pasa, que no hay ratas este año?
Qué sé y o dijo el niño.
El año pasado había un carro de ellas.
Este, no. Las comadrejas las sangran; y los hurones.
¿Los hurones también?
A ver. No hay conejos arriba. La peste acabó con ellos. Algo tienen que
comer.
Luego permaneció en silencio un rato junto al cauce, observándole. La Fa
también le miraba hacer y, de vez en cuando, rutaba con encono mal reprimido.
El Nini reparó en la bolsa flácida, en la cintura del hombre:
¿No cogiste ninguna?
El otro sonrió; su sonrisa era muy blanca en contraste con su rostro atezado:
Ni las vi tampoco dijo.
El niño hincó los codos en las rodillas y sujetó la cara entre las manos:
¿Por qué lo haces? inquirió al fin.
¿Por qué hago qué?
Cazar ratas.
Para entretenerme, mira. A mí me gustan las ratas.
¿Las vendes?
El otro rompió a reír francamente:
Está bueno eso. Con sacar para merendar y a me conformo dijo.
Entonces el niño le sugirió que cazara en el término de Torrecillórigo. El
muchacho parecía muy divertido:
¿Es vedado esto?
El niño continuó mudo. El hombre, entonces, se sentó en el ribazo, lio un
cigarrillo, lo prendió y se tumbó bajo el sol. Guiñaba los ojos, no se sabía si por el
humo del cigarrillo o por la fuerza del sol y, de pronto, se enderezó y dijo:
Parece que no quiere llover.
El Pruden, desde San Juan Clímaco, decía cada tarde en la taberna del
Malvino: « Si no llueve para San Quinciano a morir por Dios» . El Rosalino y el
Virgilio, y el José Luis y el Justito y el Guadalupe y todos los hombres del pueblo
no decían nada, pero cada madrugada, al despertar, alzaban los ojos al cielo y al
contemplar el azul infinito barbotaban juramentos y maldecían entre dientes. No
obstante, se aviaban y salían con el primer sol a aricar los sembrados o a binar
los barbechos y, al terminar, se sentaban silenciosamente en la taberna a esperar
el agua y, si es caso, trataban de olvidar el riesgo y decían: « Anda, Virgilio,
tócate un poco; siquiera tendremos música» . Y otro tanto acontecía en
septiembre cuando aguardaban pacientemente que lloviera para alzar. Los
hombres del pueblo trataban de acorazarse contra la adversidad y jalonaban el
curso del año con fiestas y romerías. Pero el agua, o el nublado, o el pulgón, o la
helada negra siempre venían a trastornarlo todo. Por las Marzas, que este año
cay eron por San Porfirio, el pueblo parecía un funeral. Sin embargo, los mozos
se dividieron, como de costumbre, en dos coros y ambos se peleaban por el
Virgilio Morante, pero a poco de prender las hogueras se presentó la señora Clo y
dijo que había relente y que el Virgilio andaba constipado y que mejor estaría en
casa. Los coros, sin el Virgilio, apenas acertaban a entonar y las mozas se reían
desde los balcones de sus esfuerzos disonantes. Luego, en las bodegas, no había
ratas para todos y una vez más se cumplió la vieja profecía del Centenario:
« Vino con holgura, tajada con mesura» .
Y el José Luis le dijo brutalmente al tío Ratero: « Ya no sirves; tendrás que
pedir plaza en el Asilo» . Y dijo el Ratero: « No hay ratas y a; ese me las roba» .
Apenas regresó el Nini de acechar a la nutria, le dijo el Ratero maquinalmente.
¿Viste a ese?
El Nini no respondió. El tío Ratero levantó los ojos del puchero:
¿Le viste? insistió.
Aún tardó el niño un rato en responder:
No sabe dijo al fin. Y el perro tampoco.
El Ratero le prendió del pelo y le obligó a levantar la cabeza:
¿Dónde andaba, di?
El niño crispó la boca en un gesto de dolor:
En las Revueltas dijo. Pero no sabe. En toda la tarde agarró una rata,
y a ve.
El tío Ratero le soltó, pero sus dedos seguían crispados y finalmente los
entrelazó con los de la otra mano, como si atenazara la garganta de alguien.
Si lo cojo, lo mato dijo. Luego quedó resollando por el esfuerzo.
Por San Andrés Hivernón, perdió un ojo la perra. Ocurrió el mismo día que el
Rabino Grande, el Pastor, mató a palos a una culebra de metro y medio que
mamaba a la cabra del Pruden después de hipnotizarla. A la Fa la perdió el ansia
del tío Ratero, su afán porque husmease entre las junqueras, los carrizos y los
zaragüelles. El tío Ratero no se cansaba: « Busca, chita» , decía. Y el animal
rastreaba dócilmente entre las berreras y la corregüela.
Al salir de la maraña con el ojo herido gañía tenuemente. El tío Ratero dijo:
« No sirve y a; está vieja» . Y el niño la tomó en sus brazos y pasó la noche
aplicándole compresas de áloe y pimienta. A la mañana siguiente, le bañó el ojo
conjugo de ciruela, pero todo resultó inútil; la perra quedó tuerta con una
expresión extraña en la cara entre pícara y taciturna.
Por San Juan de Ante Portam Latinam parió la perra; echó seis cachorrillos
moteados y uno de pelaje canela. El Nini bajó donde el Centenario a darle la
buena nueva.
Ya somos parientes ¿no? le dijo el viejo.
¿Parientes, señor Rufo?
A ver. ¿No son los cachorros del Duque y de tu perra?
Sí.
Pues entonces.
El niño no se habituaba ahora a la soledad. Echaba en falta a la perra, a su
lado. Cada vez que salía de la cueva el animalito le seguía con la vista dudando
entre abandonarle a él o abandonar a sus crías. Una tarde, al regresar de sus
correrías, la encontró aullando lastimeramente. Bajo ella, oculto entre las ubres,
jugueteaba solitario el cachorro canela. El Ratero le dijo con una sonrisa
maliciosa:
Este ve bien.
El Nini le miró sin responderle. Agregó el tío Ratero:
Tiene los ojos bien listos.
El niño vacilaba:
¿Y los otros? dijo al fin.
¿Los otros?
¿Dónde los puso?
En la cara del tío Ratero se dibujó una mueca entre estúpida y socarrona:
¿Dónde? Por ahí.
La perra gañía a su lado y el Nini tomó el cachorro en sus brazos y salió de la
cueva. La Fa le precedía rastreando en la cárcava, atravesó el camino, y por la
linde del trigal se llegó al prado, levantó el hocico al viento y al cabo, sin vacilar,
se dirigió al río en linea recta. Una vez allí se alebró, la cabeza gacha, como
entregada. Entonces divisó el Nini entre las espadañas el primer cachorro. Uno a
uno recuperó los seis cadáveres y allí mismo, en el prado, cavó una hoy a
profunda y los enterró. Al concluir puso una cruz de palo sobre el montón de
tierra y la Fa se ovilló a su lado, mirándole apagadamente con su único ojo
agradecido.
11
La cigüeña casi siempre inmigraba a destiempo, lo que no impedía que el Nini
anunciase su presencia cada año con varios días de antelación. En la cuenca
existía desde tiempo el prejuicio de que la cigüeña era heraldo de primavera,
aunque en realidad, por San Blas, fecha en que de ordinario se presentaba,
apenas iba mediado el duro invierno de la meseta. El Centenario solía decir: « En
Castilla y a se sabe, nueves meses de invierno y tres de infierno» . Y raro era el
año que se equivocaba.
El Nini, el chiquillo, sabía que las cigüeñas que anidaban en la torre eran
siempre las mismas y no las crías, porque una vez las anilló y al año siguiente
regresaron con su habitual puntualidad y los aros rebrillaban al sol en la punta del
campanario como si fueran de oro. Tiempo atrás, el Nini solía subir al
campanario cada primavera, por la fiesta de la Pascuilla, y desde lo alto de la
torre, bajo los palitroques del nido, contemplaba fascinado la transformación de
la tierra. Por estas fechas, el pueblo resurgía de la nada, y al desplegar su
vitalidad decadente asumía una falaz apariencia de feracidad. Los trigos
componían una alfombra verde que se diluía en el infinito acotada por la cadena
de cerros, cuy as crestas agónicas se suavizaban por el verde mate del tomillo y
la aliaga, el azul aguado del espliego y el morado profundo de la salvia. No
obstante, los tesos seguían mostrando una faz torva que acentuaban las irisaciones
cambiantes del y eso cristalizado y la resignada actitud del rebaño de Rabino
Grande, el Pastor, ramoneando obstinadamente, entre las grietas y los guijos, los
escuálidos y erbajos.
Bajo el campanario se tendía el pueblo, delimitado por el arroy o, la carretera
provincial, el pajero y los establos de don Antero, el Poderoso. El riachuelo
espejeaba y reverberaba la estremecida rigidez de los tres chopos de la ribera
con sus muñones reverdecidos. Del otro lado del río divisaba el niño su cueva,
diminuta en la distancia, como la hura de un grillo, y según el cueto volvía, las
cuevas derruidas de sus abuelos, de Sagrario, la Gitana, y del Mamés, el Mudo.
Más atrás se alzaba el monte de encina del común y las águilas y los ratoneros lo
sobrevolaban a toda hora acechando su sustento. Era, todo, como una portentosa
resurrección, y llegada la Conversión de San Agustín la fronda del arroy o
rebrotaba enmarañada y áspera; los linderones se poblaban de amapolas y
margaritas, las violetas y los sonidos se arracimaban en las cunetas húmedas y
los grillos acuchillaban el silencio de la cuenca con una obstinación irritante.
Sin embargo, este año, el tiempo continuaba áspero por Santa María Cleofé,
pese a que el calendario anunciara dos semanas antes la primavera oficial. Unas
nubes altas, apenas tiznadas, surcaban velozmente el cielo, pero el viento norte no
amainaba y las esperanzas de lluvia se iban desvaneciendo. Junto al arroy o, en
las minúsculas parcelas donde alcanzaba el agua, sembraron los hombres del
pueblo escarola, acelgas, alcachofas y guisantes enanos. Otros segaron los
cereales de las tierras altas para forrajes verdes y dispusieron la siembra de
trigos de ciclo corto. Las y eguas quedaron cubiertas y con la leche de las cabras
y las ovejas se elaboraron quesos para el mercado de Torrecillórigo. En las
colmenas recién instaladas se hizo el oreo para evitar la enjambrazón prematura
y el Nini, el chiquillo, no daba abasto para atender las demandas de sus
convecinos:
Nini, chaval, mira que quiero formar nuevas colonias. Si no cojo trigo
siquiera que coja miel.
Nini, ¿es cierto que si no destruy o las celdillas reales el enjambre se me
largará? ¿Y cómo demontre voy a conocer y o las celdillas reales?
Y el Nini atendía a unos y a otros con su habitual solicitud.
Por San Lamberto, las nubes se disiparon y el cielo se levantó, y sobre los
campos de cereales empezaron a formarse unos corros blanquecinos. El Pruden
dio la alarma una noche en la taberna:
¡Ya están ahí las parásitas! dijo. La piedralipe no podrá con ellas.
Le respondió el silencio. Desde hacía dos semanas no se oía en el pueblo sino
el siniestro crotorar de la cigüeña en lo alto de la torre, y el melancólico balido de
los corderos nuevos tras las bardas de los corrales. Los hombres y las mujeres
caminaban por las sórdidas callejas arrastrando los pies en el polvo, la mirada
ensombrecida, como esperando una desgracia. Conocían demasiado bien a las
parásitas para no desesperar. El año del hambre el « ojo de gallo» arrasó los
sembrados y dos más tarde el « cy clonium» no respetó una espiga. Los hombres
del pueblo decían « cy clonium» , entrecruzando los dedos mecánicamente, como
veían hacer a don Ciro cada vez que soltaba cuatro latines desde el púlpito de la
iglesia. A los más religiosos se les antojaba una blasfemia que se llamara
« cy clonium» una parásita tan cruel y devastadora. No obstante, fuese su
nombre propio o impropio, el « cy clonium» se ensañaba con ellos, o, al menos,
amagaba todos los años por el mes de abril. El tío Rufo decía: « Si no fuera por
abril no habría año vil» . Y en el fondo de sus almas los hombres del pueblo
alimentaban un odio concentrado hacia este mes versátil y caprichoso.
Por San Fidel de Sigmaringa, en vista de que la sequía se prolongaba, doña
Resu propuso sacar el santo para impetrar la lluvia de lo Alto, siquiera don Ciro,
el párroco de Torrecillórigo, con su excesiva juventud y su humildad, y su
indecisa timidez, no les pareciera eficaz a los hombres del pueblo para un
menester tan trascendente. De don Ciro contaban que el día que el Yay o, el
herrador de Torrecillórigo, mató a palos a su madre y tras enterrarla bajo un
montón de estiércol, se presentó a él para descargar sus culpas, don Ciro le
absolvió y le dijo suavemente: « Reza tres Avemarías, hijo, con mucho fervor, y
no lo vuelvas a hacer» .
Con todas estas cosas la nostalgia hacia don Zósimo, el Curón, se avivaba todo
el tiempo. Don Zósimo, el antiguo párroco, levantaba dos metros y medio y
pesaba 125 kilos. Era un hombre jovial que no paraba nunca de crecer. Al Nini,
su madre, la Marcela, le asustaba con él: « Si no callas le decía, te llevo
donde el Curón, a que le veas roncar» . Y el Nini callaba porque aquel hombre
gigantesco, enfundado de negro, con aquel vozarrón de trueno, le aterraba. Y
cuando las rogativas, el Curón no parecía implorar sino exigir y decía: « Señor,
concédenos una lluvia saludable y haz correr por la sedienta faz de la tierra las
celestiales corrientes» como si se dirigiera a un igual en una conversación
confianzuda. Y con aquella su voz atronadora, hasta los cerros parecían temblar
y conmoverse. En cambio, don Ciro, ante la Cruz de Piedra, se arrodillaba en el
polvo y decía humillando la cabeza y abriendo sus débiles brazos: « Aplaca,
Señor, tu ira con los dones que te ofrecemos y envíanos el auxilio necesario de
una lluvia abundante» . Y su voz era débil como sus brazos, y los vecinos del
pueblo desconfiaban de que una petición tan desvaída encontrara
correspondencia en lo Alto. Y otro tanto sucedía en las Misiones. Don Zósimo, el
Curón, cada vez que subía al púlpito era para hablarles de la fornicación y del
fuego del infierno. Y peroraba con voz de ultratumba y, al concluir el último
sermón, los hombres y mujeres abandonaban la parroquia empapados en sudor,
lo mismo que si hubieran compartido con los réprobos durante unos días las penas
del infierno. Por contra, don Ciro hablaba dulcemente, con una reflexiva, cálida
ternura, de un Dios próximo y misericordioso, y de la justicia social y de la
justicia distributiva y de la justicia conmutativa, pero ellos apenas entendían nada
de esto y si aceptaban aquellas pláticas era únicamente porque a la salida de la
iglesia, durante el verano, don Antero, el Poderoso, y el Mamel, el hijo may or de
don Antero, se enfurecían contra los curas que hacían política y metían la nariz
donde no les importaba.
No obstante, el pueblo acudió en masa a las rogativas. Antes de abrir el alba,
tan pronto el gallo blanco del Antoliano lanzaba desde las bardas del corral su
ronco quiquiriquí, se formaban torpemente dos filas oscuras que caminaban
cansinamente siguiendo las líneas indecisas de los relejes. Paso a paso, los
hombres y las mujeres iban rezando el rosario de la Aurora y a cada misterio
hacían un alto y entonces llegaba a ellos el dulce campanilleo de las ovejas del
Rabino Grande desde las faldas de los tesos. Y como si esto fuera la señal, el
pueblo entonaba entonces desafinada, doloridamente, el « Perdón, oh Dios mío» .
Así hasta alcanzar la Cruz de Piedra del alcor ante la cual se prosternaba
humildemente don Ciro y decía: « Aplaca, Señor, tu ira con los dones que te
ofrecemos y envíanos el auxilio necesario de una lluvia abundante» . Y así un día
y otro día.
Por San Celestino y San Anastasio concluy eron las rogativas. El cielo seguía
abierto, de un azul cada día un poco más intenso que el anterior. No obstante, al
caer el sol, el Nini observó que el humo de la cueva al salir del tubo se echaba
para la hondonada y reptaba por la vertiente del teso como una culebra. Sin
pensarlo más dio media vuelta y se lanzó corriendo cárcava abajo, los brazos
abiertos, como si planeara. En el puentecillo de junto al arroy o divisó al Pruden
encorvado sobre la tierra:
¡Pruden! voceó agitadamente, y señalaba con un dedo la chimenea, a
medio cueto: El humo al suelo, agua en el cielo; mañana lloverá.
Y el Pruden levantó su rostro sudoroso y le miró como a un aparecido,
primero como con desconcierto pero, de inmediato, hincó la azuela en la tierra y
sin replicar palabra se lanzó como un loco por las callejas del pueblo, agitando los
brazos en alto y gritando como un poseído:
¡Va a llover! ¡El Nini lo dijo! ¡Va a llover!
Y los hombres interrumpían sus tareas y sonreían íntimamente y las mujeres
se asomaban a los ventanucos y murmuraban: « Que su boca sea un ángel» , y
los niños y los perros, contagiados, corrían alborozadamente tras el Pruden y
aquellos gritaban a voz en cuello: « ¡Va a llover! ¡Mañana lloverá! ¡El Nini lo
dijo!» .
En la taberna corrió el vino aquella noche. Los hombres exultaban y hasta
Mamés, el Mudo, se obstinaba en comunicar su euforia haciendo constantes
aspavientos con sus dedos sobre la boca. Mas la impaciencia no les permitía a los
hombres del pueblo traducir su lenguaje y Mamés gesticulaba cada vez más
vivamente hasta que el Antoliano le dijo: « Mudo, no vocees así, que no soy
sordo» . Y todos, hasta el Mamés, rompieron a reír y, a poco, el Virgilín comenzó
a cantar « La hija de Juan Simón» y todos callaron, porque el Virgilín ponía todo
su sentimiento, y solo el Pruden le dio con el codo al José Luis y musitó: « Eh, tú,
hoy está cantando como los ángeles» .
Al día siguiente, la Resurrección de la Santa Cruz, un nubarrón cárdeno y
sombrío se asentó sobre la Cotarra Donalcio y fue desplazándose paulatinamente
hacia el sudeste.
Y el Nini, apenas se levantó, lo escudriñó atentamente. Al fin se volvió hacia
el Ratero y le dijo:
Ya está ahí el agua.
Y con el agua se desató el viento y, por la noche, ululaba lúgubremente
batiendo los tesos. El bramido del huracán desazonaba al niño. Se le antojaba que
los muertos del pequeño camposanto, conducidos por la abuela Iluminada y el
abuelo Román, y las liebres y los zorros y los tejos y los pájaros abatidos por
Matías Celemín, el Furtivo, confluían en manada sobre el pueblo para exigir
cuentas. Pero esta vez el viento se limitó a desparramar la gran nube sobre la
cuenca y amainó. Era una nube densa, plomiza, como barriga de topo, que
durante tres días con tres noches descargó sobre el término. Y los hombres,
sentados a las puertas de las casas, se dejaban mojar mientras se frotaban
jubilosos sus manos encallecidas y decían mirando al cielo entrecerrando los
ojos: Ya están aquí las aguarradillas. Este año fueron puntuales.
A la mañana del cuarto día, el silencio despertó al Nini. El niño se asomó a la
boca de la cueva y vio que la nube había pasado y un tímido ray o de sol hendía
sus últimas guedejas blancas y proy ectaba un luminoso arco iris de la Cotarra
Donalcio al Cerro Colorado. Al niño le alcanzó el muelle aroma de la tierra
embriagada y tan pronto sintió cantar al ruiseñor abajo, entre los sauces, supo
que la primavera había llegado.
12
A partir de San Gregorio Nacianceno el canto de los grillos se hacía en la cuenca
un verdadero clamor. Era como un alarido múltiple y obstinado que imprimía a
los sembrados, al leve cauce del arroy o, a las míseras barracas de barro y paja,
a los hoscos tesos que festoneaban el horizonte, una suerte de nerviosa vibración
que se ensanchaba en ondas crecientes, como una marea, en los crepúsculos,
para amainar en las horas centrales del día o de la noche. Mas en todo caso el
canto de los grillos tenía un volumen y una densidad, se filtraba por todos los
resquicios, ponía un fondo estridente a todas las faenas, pero los hombres y las
mujeres del pueblo lo desdeñaban; era un algo, como el aire o el pan, que
sostenía su ritmo vital sin que ellos se apercibiesen. Tan solo la Columba, la del
Justito, se llegaba en ocasiones a su marido, las manos abiertas, crispadas sobre el
pecho, y sollozaba:
Esos grillos, Justo. Esos grillos no me dejan respirar.
Por lo demás, la irrupción de los grillos significaba para el pueblo el comienzo
de una larga expectativa.
Los sembrados aricados y escardados, verdegueaban en la distancia como
una firme promesa y los hombres miraban al cielo insistentemente, pues del
cielo bajaban el agua y la sed, la helada y las parásitas y, en definitiva, a estas
alturas, únicamente del cielo podía esperarse la granazón de las espigas y el logro
de la cosecha.
Con la irrupción de los grillos la Columba, la del Justito, solía avisar al Nini
para separar la gallina y confiar los polluelos al pollo capón. De ordinario no le
pagaba el servicio, porque, según la Columba, el dinero en el bolsillo de los
rapaces solo servía para maliciarles; se conformaba con darle de merendar una
pastilla de chocolate y un pedazo de pan y, luego, charlaba con él a distancia,
junto al arcén del pozo, y así que el niño marchaba la invadía una sensación de
desasosiego, como un picor inconcreto que iba extendiéndose por todo el cuerpo.
Claro que esto le ocurría cada vez que se arrimaba a cualquiera de sus
convecinos, razón por la cual la Columba terminó por no relacionarse con nadie.
En puridad, la Columba echaba en falta su infancia en un arrabal de la ciudad y
no transigía con el silencio del pueblo, ni con el polvo del pueblo, ni con la
suciedad del pueblo, ni con el primitivismo del pueblo. La Columba exigía, al
menos, agua corriente, calles asfaltadas y un cine y un mal baile donde matar el
rato. Al Justito, su marido, le traía de cabeza. Le decía:
Justo, así que me levanto de la cama, solo de ver el mundo vacío me dan
ganas de devolver.
El Justito se desazonaba:
¿Y dónde vamos a ir que más valgamos?
A la Columba le blanqueaban mucho los ojos:
¡Al infierno! ¡Donde sea! ¿No se fue el Quinciano?
Valiente ejemplo, el Quinciano, de peón a Bilbao a morirse de hambre.
Mejor muerta de hambre en Bilbao que de hartura en este desierto, y a ves.
Para la Columba, el pueblo era un desierto y la arribada de las abubillas, las
golondrinas y los vencejos no alteraba para nada su punto de vista. Tampoco lo
alteraban la llegada de las codornices, los rabilargos, los abejarucos, o las
torcaces volando en nutridos bandos a dos mil metros de altura. Ni lo alteraban el
chasquido frenético del chotacabras, el monótono y penetrante concierto de los
grillos en los sembrados, ni el seco ladrido del búho nival.
Con el Nini, la Columba no congeniaba. Se le antojaba un producto más de
aquella tierra miserable y cada vez que se lo encontraba lo miraba con desdén y
desconfianza. De ahí que la Columba no recurriera al Nini sino en circunstancias
extremas como en caso de catar la colmena, o capar el marrano, o separar la
gallina y confiar la pollada al pollo capón. Mas ella concretaba sobre el Justito su
soledad y su desamparo:
¿Y el Longinos, di? ¿No se marchó el Longinos? ¿Y quién había más
desgraciado que él en estos contornos?
Ese es otro cantar. El Longinos se fue con su hermana a León. Ese fue a
mesa puesta.
Eso, di que sí. Todos tienen sus razones menos nosotros.
Sin embargo, cada vez que Fito Solórzano, el Jefe, le decía lo de las cuevas,
Justito, el Alcalde, veía surgir un punto de luz en el horizonte:
Si el Jefe me ay udara decía. Pero antes he de acabar con las cuevas.
La Columba se excitaba:
Lo que es y o iba a andarme con contemplaciones.
Tú, tú
, tú todo lo arreglas de boquilla. ¿Qué harías tú, di?
Pondría un cartucho y prendería. Verás con qué garbo se arrancaba el
Ratero.
¿Y si no se arranca?
Tampoco se pierde nada, mira.
Justito, el Alcalde, no obstante, tropezó dos mañanas antes, en la Plaza, con la
señora Clo, la del Estanco, y ella le llamó a un aparte:
Justito le dijo. ¿Es cierto que queréis largar al Ratero de su cueva?
¿Qué mal hace ahí?
Ya ve, señora Clo. Un día se hunde y tenemos en el pueblo una desgracia.
Ella dijo:
Arréglasela; eso es bien fácil.
La roncha de la frente de Justito, el Alcalde, enrojeció a ojos vistas:
En realidad, no es eso, señora Clo. En realidad, es por los turistas, ¿sabe?
Luego vienen los turistas y salen con que vivimos en cuevas los españoles, ¿qué le
parece?
Los turistas, los turistas
¡déjeles que digan misa! ¿No van ellos por ahí
enseñando las pantorras y nadie les dice nada?
Por si esto fuera poco, el José Luis, el Alguacil, le hizo ver un día al Justito la
imposibilidad de volar por las bravas la cueva del Ratero. El José Luis, después de
un prolongado parlamento con el Juez de Torrecillórigo, llegó a la conclusión de
que el Ratero, sin soltar una peseta, era el dueño de su cueva.
¿Dueño? dijo perplejo el Justito. ¿Puede saberse a quién ha pagado dos
reales por ella?
El José Luis adoptó una actitud de suficiencia:
¡Dinero! dijo. Para la Ley no solamente vale el dinero, Justo, no la
fastidiemos. También cuenta el tiempo.
¿El tiempo?
A ver. Atiende, tú tienes una cosa un tiempo y un día, sin más que correr el
tiempo, te haces el amo de ella. Así como suena.
El Justito frunció el entrecejo y la roncha le palpitó como una cosa viva:
¿Aunque la hay as robado?
Aunque la hay as robado.
Estamos apañados, entonces dijo el Justito desoladamente.
A partir del pleito de la cueva, la Columba empezó a mirar al Nini
torcidamente, como a su más directo, encarnizado enemigo. Así y todo, el Nini,
el chiquillo, parecía ignorar tal disposición y jamás se le pasó por las mientes que
pudiera llegar un día en que tuviese que adoptar una resolución tan arriesgada
como la de verter un bidón de gasolina en el pozo del Justito. Sin embargo, las
cosas vinieron rodadas, y cuando por San Bernardino de Sena, la Columba
mandó razón al Nini, como cada año, para separar la gallina, el niño acudió sin
recelo, desplumó el pecho del pollo capón, le arrimó una mata de ortigas y lo
depositó luego en el cajón sobre los pollos inquietos para que se calmase. La
gallina, mientras tanto, le miraba hacer estúpidamente tras los barrotes de la
jaula, como si nada de todo aquello fuera con ella. Pero así que el niño terminó,
la Columba en vez de darle el pan y el chocolate, como de costumbre, se le
quedó mirando con la misma estúpida expresión que la gallina. La Columba
decía a veces que el Nini tenía cara de frío incluso de Virgen a Virgen, fechas en
que más arreciaba la canícula. El Malvino explicaba que eso les pasa a todos los
que piensan mucho, porque mientras los sesos trabajan la cabeza se caldea y la
cara se queda fría, y a que las calorías del cuerpo están tasadas y si las pones en
un sitio de otro sitio has de quitarlas. El Rabino Grande, cuando estaba presente,
apoy aba al tabernero y recordaba que cuando don Eustasio de la Piedra, que era
un sabio, le tentaba las vértebras a su padre, tenía también cara de frío. Pero el
Nini, ahora ante la mirada impasible de la Columba solo acertó a decir:
Bueno; esto está listo.
Entonces ella pareció despertar, le puso al niño la mano sobre el hombro y le
dijo:
Nini, ¿por qué no os largáis de la cueva?
No dijo hoscamente el niño.
¿No os largáis o no puede saberse?
Las dos cosas.
¡Las dos cosas, las dos cosas! le zamarreó la Columba y su voz airada
fue subiendo gradualmente de tono: Un día el reuma te roerá los huesos por
vivir bajo tierra y entonces no podrás abrir la boca ni menear un pie.
El Nini no se inmutó:
Mira los conejos dijo serenamente.
La Columba, entonces, perdió los estribos, levantó la mano y le propinó al
niño dos solemnes bofetones. Después, como si ella fuera la ofendida, se llevó las
dos manos a las mejillas y empezó a llorar con bruscas sacudidas.
Esa misma noche, el Nini robó un bidón de gasolina del sotechado del
Poderoso y lo vació en el pozo del Justito. A la mañana, como de costumbre, la
Columba se bebió un vaso de agua en ay unas y, al concluir, chascó la lengua:
Esta agua tiene gusto dijo.
Vay a por Dios dijo pacientemente el Justito.
Te digo que tiene gusto insistió la Columba. Y al arrimar la nariz a la
herrada, al Justito le temblaban visiblemente los dedos:
¿Sabes que tienes razón? El agua esta huele a gasolina.
Prendió un fósforo y el líquido de la herrada ardió furiosamente y el Justito
comenzó a golpearse el pecho con los puños y a reír con gruesas carcajadas.
Parecía muy alterado al coger la bicicleta y le dijo a la Columba con muchos
aspavientos:
De esto nada, ¿oy es? Hay petróleo aquí abajo. Voy a avisar al Jefe. Esto es
más importante que las cuevas. Pero mientras no venga el Jefe, ni una palabra,
¿oy es?
Por la tarde se presentó el Jefe en el coche pequeño.
El sol aún no se había ocultado pero a esas horas y a se sentían los agudos
silbidos de los alcaravanes en la falda del Cerro Merino y los grillos aturdían con
su canto frenético desde las tierras.
El Justito, con manos temblorosas, hizo la demostración y el Jefe, al ver arder
la herrada, se sintió recorrido por un frío paralizante que, paradójicamente, le
hacía sudar a chorros por la calva:
Bueno, bueno
dijo al fin con un nervioso guiño de complicidad esto
tiene que verlo un técnico. Esto puede ser un hallazgo. Ni y o mismo puedo prever
las consecuencias. Mañana volveré. Hasta tanto, mucha discreción.
Ya anochecido, el pueblo entero se estacionó ante la casa del Justito. Rosalino,
el Encargado, tomó la palabra y dijo que tenían noticias de que había estado allí
de incógnito el señor Gobernador y que el Antoliano y el Rabino Chico habían
visto el coche y que algo importante debía ocurrir en el pueblo y que Justo era su
Alcalde y tenía el deber de informarles.
Tras su discurso, el encendido clamor de los grillos descendió de los cerros
como un aroma sofocante y lo inundó todo, y Justo, el Alcalde, vaciló y, al fin,
dijo: Nada, no ocurre nada, os lo digo y o.
Pero la señora Librada, la madre de la Sabina, la del Pruden, chilló con su
vocecita estentórea:
Vamos, Justo, no te hagas de rogar.
Y dijo la Dominica, la del Antoliano:
Eso está muy feo, Justo.
Y Justo se volvió a ella:
¿Cuál está feo, Dominica?
Y Dominica dijo:
Hacerse de rogar.
Entonces el Justito levantó las manos en actitud conciliadora y dijo: « Está
bien» . Y con afectada parsimonia se llegó al pozo, extrajo un acetre de agua y le
prendió fuego. Las llamas ascendieron caracoleando hacia el alto ciclo
oscurecido y el Justito sacó de lo hondo del pecho el vozarrón de Alcalde y dijo:
¡Amigos! De la Cotarra Donalcio al Pezón de Torrecillórigo hay un mar de
petróleo aquí debajo. El Jefe lo ha dicho así. Mañana seremos ricos. Ahora solo
os pido una cosa: calma y discreción.
Un alarido de entusiasmo coreó sus palabras. Los hombres y las mujeres se
estrujaban, volaban al aire las sucias boinas caponas y el Pruden se despojó de la
raída americana de pana parda y brincaba sobre ella como enloquecido. De vez
en cuando se apartaba y decía: « Pisa, Dominica. Debajo está la fortuna. Hay
que abrigarla» . Y Mamés, el Mudo, babeando se dirigió al Alcalde, como si
fuera a echar un discurso, pero solo dijo: « Je» y por la comisura de la boca le
escurría una espuma amarillenta. Y volvió a repetir: « Je» . Entonces la Sabina,
como trastornada, voceó: « ¡El Mudo ha hablado! ¡El Mudo ha hablado!» . Y la
señora Librada, negra y fruncida como una uva pasa, dijo: « Es un milagro. El
Mudo ha hablado» . Y el Virgilio, encaramado en los hombros del Malvino, chilló:
« ¡Frutos, los cohetes!» . El Frutos, el Jurado, regresó del Ay untamiento en un
santiamén y los cohetes rasgaron las tinieblas del cielo con su estela iluminada y
detonaban en lo alto con una explosión breve, como abortada. La señora Clo
avanzaba hacia la Sabina a trompicones, abriéndose paso entre el gentío, pero al
ver al Virgilio en los hombros del Malvino le voceó: « Baja, Virgilio. Te vas a
caer» . Luego le preguntó a la Sabina: « Sabina, ¿es cierto que habló el Mudo?» ,
y la Sabina dijo: « Ha dicho olé; todos lo oy eron» . Doña Resu, a sus espaldas,
se santiguó. Tan solo el Guadalupe y sus hombres parecían descentrados en
aquella algarabía, cerrados en corro, cabizbajos. El Capataz, al fin, se abrió paso
a empellones y se encaró con el Justito. Dijo oscuramente:
¿Y nosotros, Justo? ¿Qué vamos a sacar nosotros de todo esto?
El Alcalde exultaba. Le dijo:
Os daremos una parte, claro. Aquí hay petróleo para todos. Os traeréis
vuestras mujeres y vuestros hijos y viviréis con nosotros.
Nadie durmió aquella noche en el pueblo y, a la mañana, tan pronto se
presentó el señor Gobernador con dos hombres graves y enigmáticos en el coche
grande, la multitud excitada y soñolienta hizo corro en derredor de ellos. Mas
cuando Justito prendió un fósforo y lo arrimó al acetre y el fósforo se apagó, se
difundió en torno un murmullo de decepción. El Justito había empalidecido, pero
aún insistió tres veces con el mismo resultado, hasta que, finalmente, el señor
Gobernador le invitó a entrar en la casa con la herrada y los dos hombres graves
y enigmáticos. Al salir, el gentío le rodeó expectante, y el señor Gobernador, a
quien Justito empujaba por las posaderas, se encaramó torpemente al brocal del
pozo y dijo con voz engolada:
Campesinos: habéis sido objeto de una broma cruel. No hay petróleo aquí.
Pero no os desaniméis por ello. Tenéis el petróleo en los cascos de vuestras
huebras y en las rejas de vuestros arados. Seguir trabajando y con vuestro
esfuerzo aumentaréis vuestro nivel de vida y cooperaréis a la grandeza de
España. ¡Arriba el campo!
Nadie aplaudió. Al descender del arcén del pozo el señor Gobernador se pasó
nerviosamente un pañuelo blanquísimo por la calva reluciente, propinó un
golpecito amistoso al Justito y murmuró: « Lo siento» . Luego levantó la voz y
dijo: « De veras que lo siento» . Y dirigiéndose a los dos señores graves y
enigmáticos, dijo, señalándoles el automóvil: « Cuando gusten» . Un mecánico
uniformado les abrió la portezuela y el coche grande se perdió en el camino tras
una nube de polvo.
13
Al rebasar la línea de sombra, el tío Ratero entornó los párpados, deslumbrado
por los destellos del sol naciente. Desde el interior de la cueva, a contraluz,
parecía más rechoncho y macizo de lo que era y su inmovilidad y la boina
capona hundida hasta las orejas le daban la apariencia de una estatua. Los brazos
le pendían a lo largo del cuerpo, y las manos, de dedos todos iguales como
tajados a guillotina, le alcanzaban holgadamente las rodillas. Al cabo de unos
segundos, el hombre abrió los ojos y posó la mirada sobre los vastos campos de
cereales incendiados de amapolas. El reiterativo canto de los grillos tenía ahora
un ritmo tonificante, como una energía por primera vez desplegada. Los ojos del
Ratero se fueron elevando poco a poco hasta los grises tesos lejanos, como
barcos con las desnudas quillas al sol y, finalmente, resbalaron por las peladas
laderas hasta detenerse en el puentecillo de tablas que enlazaba la cueva con el
pueblo:
Habrá que bajar dijo entonces con un gruñido casi inaudible.
El Nini se adelantó hasta él, seguido de los perros, y se detuvo a su lado. Sus
ojos estaban aún adormilados, pero el dedo pulgar de su pie derecho acariciaba
mecánicamente a la perra tuerta a contrapelo y la Fa permanecía inmóvil,
complacida, mientras el Loy, el cachorro, jugueteaba alocadamente en torno
suy o.
Será peor dijo el niño. Desbarataremos las camadas y no
adelantaremos nada.
El hombre se sonó alternativamente las ventanas de la nariz y después se pasó
por ella el dorso de la mano. Dijo:
Algo hay que comer.
Desde que las ratas empezaron a escasear se acentuó el hermetismo del tío
Ratero. La sucia boina calada hasta las orejas le dibujaba la forma del cráneo y
el niño se preguntaba a menudo qué es lo que se fraguaría allí debajo. Años atrás
por estas fechas, tras la merienda de Santa Elena y San Casto, el Ratero había
hecho los ahorros suficientes para salvar el verano, pero la temporada última fue
mala y ahora, llegada la veda, el hambre se alzaba ante ellos como un negro
fantasma.
Por San Vito se abre el cangrejo. Tal vez venga buen año insistía el niño.
El tío Ratero suspiró hondo y no dijo nada. Sus pupilas se habían elevado de
nuevo y se clavaban en los mondos cerros grises que cerraban el horizonte.
Agregó el Nini:
Para el verano subiremos al monte a descortezar las encinas; el Marcelino,
el de los curtidos, lo paga bien. Será mejor aguardar.
El Ratero no respondió. Silbó tenuemente y el Loy, el cachorro, acudió a su
silbido. Entonces el Ratero se acuclilló y dijo sonriendo: « Este ve bien» y
comenzó a hacerle zalemas y el Loy gruñía con simulada cólera y hacía que
mordía sus toscas manos. Los días de ocio eran largos y, de ordinario, el Ratero
los llenaba adecentando la cueva, o adiestrando al cachorro en el cauce o
charlando parsimoniosamente, al caer el sol, en el poy o de la puerta del
Antoliano o en la taberna del Malvino. Algunas noches, antes de retirarse, iban
todos juntos al establo a ver ordeñar al Rabino Chico. Y le decían: « Hoy sin
hablar, Chico» . Y cuando el Rabino Chico concluía se decían entre sí: « Dio
menos leche, date cuenta» . Y, al siguiente día, le decían: « Háblale a la vaca
mientras la ordeñas, Chico» . Y entonces el Rabino Chico iniciaba un monólogo
melifluo y conseguía una herrada más y ellos se daban de codo y se decían con
ademanes aprobatorios: « ¿Qué te parece? Está chusco eso» . A veces, mientras
fumaban indolentemente en el establo o en el poy o del taller del Antoliano, la
conversación recaía en el ratero de Torrecillórigo y el Antoliano decía:
« Sacúdele, Ratero. ¿Para qué quieres las manos?» . Entonces el tío Ratero se
estremecía levemente y farfullaba: « Deja que le ponga la vista encima» . Y
decía el Rosalino: « Al hijo de mi madre le podían venir con esas» . Y si la
tertulia era en la taberna, el Malvino se llegaba al tío Ratero y le decía:
Ratero, si un pobre se mete en casa de un rico, y a se sabe, es un ladrón,
¿no?
Un ladrón asentía el Ratero.
Pero si un rico se mete en casa de un pobre, ¿qué es?
¿Qué es? repetía estúpidamente el tío Ratero. ¡Una rata!
El Ratero denegaba obstinadamente con la cabeza:
No decía al fin. Las ratas son buenas.
El Malvino porfiaba:
Y y o digo, Ratero: ¿Es que solo se puede robar el dinero?
Los ojos del tío Ratero se enturbiaban cada vez más:
Eso decía.
Por Santa Elena y San Casto no hubo ratas para nadie y la fiesta de despedida
de la caza resultó deslucida y triste. El Ratero fue sacando del morral una a una
hasta cinco piezas:
No hay más dijo, al cabo.
El Pruden se echó a reír displicentemente:
Para ese viaje no necesitabas alforjas.
El Ratero giró la sombría mirada en derredor y repitió:
No hay ratas y a. Ese me las roba.
El Malvino se adelantó hasta él y dijo encolerizado:
Y aún da gracias, porque a la vuelta de un año no te queda una para
contarlo.
Los antebrazos del tío Ratero se erizaron de músculos cuando engarfió los
dedos y dijo con una voz súbitamente enronquecida:
Si lo cojo, lo mato.
En esos casos, el Nini procuraba calmar su excitación:
Si no hay ratas, cangrejos habrá, no haga caso.
El Ratero no respondía, y llegada la noche ascendía a la cueva y el hombre
prendía el candil y se sentaba a la puerta silencioso. Los grillos se desgañitaban
abajo, en los sembrados, y los mosquitos y las mariposas nocturnas giraban en
círculos concéntricos alrededor de la llama. De vez en cuando, cruzaba sobre sus
cabezas una ráfaga como un crujido de madera reseca. El niño levantaba los
ojos y los perros rutaban.
El chotacabras decía el Nini a modo de explicación.
Pero el Ratero no le oía. Al día siguiente, el Nini, como cada mañana, se
esforzaba por hallar una solución. Con el alba abandonaba la cueva y pasaba el
día cazando lagartos, recolectando manzanilla, o cortando lecherines para los
conejos. Algunos días, incluso, alcanzaba las cumbres de los tesos más adustos de
la cuenca para recoger almendras silvestres. Mas todo ello, en junto, rendía poco.
Los lagartos, aunque de carne delicada y sabrosa, apenas tenían qué comer; la
manzanilla la adquiría don Cristino, el farmacéutico de Torrecillórigo, a tres
pesetas el kilo y en cuanto a los lecherines, se los compraban la señora Clo, el
Pruden o el Antoliano a real la brazada solo por hacerle un favor. En alguna
ocasión, el Nini trató de ampliar la clientela, pero la gente del pueblo se mostraba
demasiado sórdida:
¿A real la brazada? ¡Pero, hijo, si los lecherines andan tirados por las
cunetas!
Una tarde, la víspera de San Restituto, el Nini se encontró de nuevo al
muchacho de Torrecillórigo en el cauce. El niño trató de rehuirle pero el
muchacho se le acercó sonriente golpeándose la palma de la mano con el dorso
de la pincha de hierro. La Fa olisqueaba el rabo del perro entre los carrizos. Dijo
el muchacho:
¿Cómo te llamas, chaval?
Nini.
¿Solo Nini?
Nini, ¿y tú?
Luis.
¿Luis? Vay a un nombre más raro.
¿Te parece Luis un nombre raro?
En mi pueblo no hay nadie que se llame así.
El muchacho se echó a reír y sus dientes blanquísimos destellaban en la tez
oscura:
¿Y no serán los de tu pueblo los que son raros?
El Nini levantó los hombros y se sentó en el ribazo. El muchacho se aproximó
al cauce donde el perro rastreaba entre la maleza y dijo rutinariamente:
Dale, dale.
Luego volvió donde el niño y se sentó a su lado, sacó la petaca y el librillo y
lio un cigarrillo. Al prenderlo con el chisquero de y esca le miró y, bajo el sol, sus
ojos se estriaban como los de los gatos. Le dijo el Nini:
Ya no deberías cazar.
¿Y eso?
Destruy endo las camadas terminarás con las ratas.
El muchacho empinó la pincha de hierro y la sostuvo unos segundos en
equilibrio sobre el dedo índice sin sujetarla. Después retiró repentinamente la
mano y la atrapó en el aire como quien atrapa una mosca. Se echó a reír:
Y aunque así fuera, chaval dijo, ¿quién va a llorarlas?
El sol caía tras los cerros y los grillos aturdían en derredor. A intervalos se
sentía entre los juncos, muy próxima, la llamada de la codorniz en celo.
¿No te gusta cazar? inquirió el Nini.
Mira, es una manera de matar el rato. Pero también me gusta salir al
campo con una chavala.
Al ponerse el sol, el Nini regresaba de sus correrías y se reunía con el Ratero
en el poy o de la puerta del Antoliano, o en los establos del Poderoso, o en la
taberna del Malvino. En cualquier caso, la actitud del Ratero no variaba: mudo, la
mirada huidiza, los antebrazos descansando sobre los muslos, inmóviles, como
acechantes. Si acaso la tertulia se celebraba en los establos, el Ratero, recostado
en un pesebre, observaba al Rabino Chico y cuando este terminaba de ordeñar
movía la cabeza en un vago gesto afirmativo y murmuraba: « Está chusco eso» .
Y su vecino, fuese el Pruden, el Virgilio, el Rabino Grande o el Antoliano le
daban de codo y le decían: « ¿Qué te parece, Ratero?» . Y él volvía a repetir:
« Está chusco eso» .
Por Santa Petronila y Santa Ángela de Merici, el Undécimo Mandamiento
tomó a llamar al tío Ratero:
¿Has reflexionado, Ratero? le dijo al verle.
El Nini es mío dijo el Ratero hoscamente.
Escucha agregó el Undécimo Mandamiento. Yo no trato de quitarte al
Nini sino de hacerlo un hombre. Doña Resu solo pretende que el chico se labre un
porvenir. Así, el día de mañana tendrá el « don» y ganará mucho dinero y se
comprará un automóvil y podrá pasearte a ti por todo el pueblo. ¿No te gustaría,
Ratero, pasearte en automóvil por todo el pueblo?
No dijo secamente el tío Ratero.
Está bien. Pero sí te agradaría dejar un día la cueva y levantarte una casa
propia con azotea y bodega sobre la Cotarra Donalcio, que gloria hay a, ¿verdad
que sí?
No dijo el Ratero. La cueva es mía.
Doña Resu se llevó las dos manos a la cabeza y se la sujetó como si temiera
que echase a volar.
Está bien repitió. Está visto que lo único que a ti te divierte, Ratero, es
que a doña Resu le pille el toro. Pero antes debes saber que con un poco de
voluntad el Nini podría aprender muchas cosas, tantas cosas como pueda saber
un ingeniero. ¿Te das cuenta?
El Ratero se rascó ásperamente bajo la boina:
¿Esos saben? preguntó.
¡Qué cosas! Cualquier problema que le sometas a un ingeniero te lo
resolverá en cinco minutos.
El Ratero dejó de rascarse y levantó la cabeza de golpe:
¿Y los pinos? dijo de pronto.
¿Los pinos? Mira, Ratero, ningún hombre por inteligente que sea puede
nada contra la voluntad del Señor. El Señor ha dispuesto que las cuestas de Castilla
sean y ermas y contra eso nada valen todos los esfuerzos de los hombres. ¿Te das
cuenta?
El Ratero asintió. Doña Resu pareció animarse. Ablandó la voz para seguir:
Tu chico es inteligente, Ratero, pero es lo mismo que un campo sin
sembrar. El chico podría ir a la escuela de Torrecillórigo y el día de mañana y a
nos apañaríamos para que estudiara una carrera. Tú, Ratero, únicamente tienes
que decirme sí o no. Si tú dices sí, y o me cojo al chico
El Nini es mío dijo el Ratero, enfurruñado.
La voz de doña Resu se destempló:
Está bien, Ratero, guárdatele. No quisiese que el día de mañana te
arrepintieras de esto.
Al atardecer, cuando en el pueblo se encendieron las primeras luces y los
vencejos se recogían, chillando excitadamente, en los aleros del campanario,
doña Resu se llegó al Ay untamiento:
Esta gente le dijo al Justito malhumorada mataría por mejorar de
condición, pero si les ofreces regalada una oportunidad, te matarían porque no les
obligasen a aceptarla, ¿te das cuenta, Justo?
El Justito, el Alcalde, se golpeó tres veces la frente con un dedo y dijo:
Al Ratero le falta de aquí. Si no rebuzna es porque no le enseñaron.
El José Luis terció:
¿Y por qué no le hacemos un test?
¿Un test? dijo doña Resu.
A ver. Esas cosas que se preguntan. Si hay un médico que dice que está
chaveta o que es un retrasado se le encierra y en paz.
Al Justito se le iluminó la cara:
¿Como al Peatón? preguntó.
Tal cual.
Dos meses atrás, al regresar un domingo de Torrecillórigo, el Agapito, el
Peatón, atropelló a un niño con la bicicleta y para dictaminar sobre su
responsabilidad se le sometió en la capital a un cuestionario y los doctores
llegaron a la conclusión de que la inteligencia del Peatón era pareja a la de una
criatura de ocho años. Al Agapito le divirtió mucho la prueba y desde entonces se
volvió un poco más locuaz y, a cada paso, utilizaba las preguntas en la cantina
como acertijos. « ¿Te hago un test?» , decía. Otras veces se ufanaba de su
actuación y decía: « Y el doctor me dijo: Si en los accidentes de ferrocarril el
vagón de cola es el que da más muertos y heridos, ¿qué se le ocurriría a usted
para evitarlo?. Y y o le dije: Si no es más que eso, doctor, bien sencillo es:
quitarlo. La gente de la capital se piensa que los de los pueblos somos tontos» .
Si el Jefe lo autoriza, un test podría ser la solución dijo el Justito.
Doña Resu bajó los ojos y dijo:
Al fin y al cabo si nos tomarnos estas molestias es por su bien. El Ratero
tiene el caletre de un niño y no adelantaremos nada tratándole como a un
hombre.
14
Por la Pascuilla, estuvo a punto de ocurrir en el pueblo una gran desgracia. Poco
antes de comenzar la fiesta, el badajo de la campana golpeó la nuca del
Antoliano y el Mamertito, el chico del Pruden, se deslizó desde la torre con el
cable amarrado alrededor de la cintura.
Felizmente, el Antoliano se rehizo a tiempo, pisó el cable y el Mamertito
quedó penduleando en el vacío, con la ajada túnica azul celeste arrebujada en los
sobacos y sus alitas blancas de plástico quebradas por la violencia del tirón.
El Nini, desde la Plaza, contemplaba el incidente sobrecogido, pues hacía tan
solo dos años era él quien desempeñaba el papel del Mamertito, pero Matías
Celemín, el Furtivo, pese a que la víspera se le había muerto la galga, soltó una
risotada a sus espaldas y dijo: « Parece un sisón alicortado, el bergante» . La
cosa, sin embargo, no pasó a may ores y doña Resu, el Undécimo Mandamiento,
ordenó al Antoliano que izase de nuevo a la criatura y a que faltaban los
extremeños y la fiesta no podía comenzar.
A doña Resu, el Undécimo Mandamiento, le costó transigir con las
imposiciones de Guadalupe, el Capataz, pero la decepción causada en los
hombres del pueblo por el asunto del petróleo no se había disipado del todo y
según le dijo el Rosalino, el Encargado, « este año no tenían humor para hacer el
pay aso» . Solo tras laboriosas gestiones logró doña Resu reclutar a seis Apóstoles,
mas Guadalupe, el Capataz, se mostró irreductible en este aspecto:
Todos o ninguno, doña Resu, y a lo sabe. Los extremeños somos así.
Y antes que permitir que la Pascuilla se desluciese, doña Resu autorizó a los
doce extremeños para que vistiesen los remendados say ales de los Apóstoles.
Sobre la Plaza polvorienta se cernía un sol henchido y pegajoso, y muy altos,
allá donde el rumor del gentío no alcanzaba, evolucionaban perezosamente dos
buitres negros. El Nini, el chiquillo, ignoraba dónde habitaban aquellas aves, pero
bastaba el cadáver de un gato o de un cordero en los barbechos para que
irrumpiesen por encima de los cuetos. Bajo ellos, las bandadas de vencejos se
lanzaban en espasmos inverosímiles contra los vanos de la torre, acompañando
sus movimientos de un chirrido ensordecedor.
Finalmente, tras la esquina de la iglesia, aparecieron los extremeños. El Nini
los vio aproximarse con sus pesados andares, asomando bajo las túnicas
polícromas los bastos pantalones de pana y las botazas embarradas de greda. Las
pelucas despeluzadas, torpemente superpuestas, se derramaban sobre sus
hombros, y no obstante, el grupo aparentaba una bíblica prestancia que acrecía
sobre el fondo de casas de adobe y las sarmentosas bardas de los corrales.
El pueblo les abrió calle y los extremeños desfilaron cabizbajos y silenciosos
por ella y, al llegar a las escaleras del templo, se desperdigaron entre la multitud
y comenzaron a abrir puertas, y a saltar tapias, y a levantar piedras, en una
enfebrecida búsqueda, hasta que doña Resu, ataviada con la túnica azul y el velo
blanco de la Virgen, hizo una señal imperceptible al Antoliano y el Mamertito
comenzó a descender, pausadamente ahora, desde lo alto de la torre, oscilando
sobre el gentío, las alas aún desfasadas, pero lleno de unción y trascendencia.
Al divisar al Ángel, la Virgen, los Apóstoles y el pueblo se prosternaron llenos
de estupor y se abrió un silencio espeso y sobre el chillido histérico de los
vencejos se alzó la voz del Mamertito:
No le busquéis dijo. Jesús, el llamado Nazareno, ha resucitado.
El Mamertito evolucionó aún sobre la Plaza unos instantes, en tanto los fieles
se persignaban y el Antoliano iba, poco a poco, recogiendo cable. Tan pronto
desapareció el Ángel tras el vano de la torre, doña Resu se incorporó
penosamente y dijo:
Alabámoste Cristo y bendecímoste.
Y el pueblo devoto coreó:
Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
Acto seguido, todos penetraron en el templo y se postraron de hinojos,
mientras arriba, en el coro, Frutos, el Jurado, daba suelta a una paloma del
palomar del Justo. El animal, desconcertado, sobrevoló unos minutos la multitud,
golpeándose varias veces contra las vidrieras, y, al final, fue a posarse
aturdidamente sobre el hombro derecho de la Simeona. Entonces el Undécimo
Mandamiento se volvió al pueblo desde las gradas del altar y le dijo a la Sime
campanudamente:
Hija, el Espíritu ha descendido sobre ti.
La Sime meneaba el hombro disimuladamente, tratando de ahuy entar a la
paloma, pero en vista de que era inútil se resignó y empezó a tragar saliva con
unos ruiditos extraños, como si se ahogara, y por último se dejó conducir por
doña Resu hasta el hachero y, una vez allí, el pueblo desfiló ante ella y unos le
besaban las manos, y otros hacían una genuflexión y los más tímidos dibujaban
subrepticiamente sobre sus rostros requemados un garabato, como una furtiva
señal de la cruz. Terminado el homenaje, la Sime, custodiada por los Apóstoles y
precedida por la Virgen y el Ángel anunciador, que marcaban el paso a los
acordes de la flauta y el tamboril, desfiló por las calles del pueblo, mientras la
noche caía blandamente sobre los cerros.
Al iniciarse la procesión, el Nini corrió junto al Centenario, que apenas era y a
un revoltijo de huesos bajo la lavativa:
Señor Rufo le dijo jadeante, la paloma se le posó a la Sime esta tarde.
El viejo suspiró, levantó dificultosamente un dedo hacia el techo y dijo:
Los buitres y a andan arriba. Los sentí esta mañana.
Yo les vi dijo el niño. Volaban sobre la torre. Vienen por la galga del
Furtivo.
El Centenario denegó obstinadamente con la cabeza. Al cabo dijo, con un
gran esfuerzo, señalándose el hombro izquierdo:
Esos vienen a posarse aquí.
Y en efecto, a la tarde siguiente, San Francisco Caracciolo, falleció el
Centenario. La Sime acostó el cadáver en el suelo del zaguán, boca arriba, sobre
una arpillera, y le quitó el trapo de la cara de forma que el hueso rebrillaba a la
luz de los cirios. En derredor se congregó el pueblo enlutado y silencioso y la
Sime le dijo al Nini apenas entró:
Ahí le tienes. Al fin descansamos los dos.
Mas el tío Rufo no parecía descansar, con su único ojo y la boca
patéticamente abiertos. Ni la Sime parecía descansar tampoco, porque tragaba
saliva sin cesar, con unos ruiditos ahogados, como la víspera cuando el Espíritu
descendió sobre ella. Pero a cada uno que llegaba le endilgaba la misma cosa y
cuando el moscón, luego de estar posado diez minutos en las descarnaduras del
Centenario, empezó a volar sobre la concurrencia, todos hacían aspavientos para
ahuy entarle excepto la Sime y el niño. Y el moscón retornaba sobre el cadáver
que era, sin duda, el más desapasionado de todos, pero cada vez que reanudaba el
vuelo, los hombres y las mujeres abanicaban disimuladamente el aire para que
no se les posase, y de este modo producían un siseo como el de las aspas de un
ventilador. Media hora más tarde se presentó el Antoliano con el cajón de pino
oliendo todavía a resina, y la Sime pidió que la echasen una mano, pero todos
ronceaban, hasta que entre ella, el Nini y el Antoliano lograron encerrarle, y
como el Antoliano, por ahorrar material, había tomado las medidas justas, el tío
Rufo quedó con la cabeza empotrada entre los hombros como si fuese jorobado o
estuviera diciendo que a él ninguna cosa de este mundo le importaba nada.
A media tarde, llegó don Ciro, el Cura, con el Mamertito, roció el cadáver con
el hisopo y se postró a sus pies y dijo angustiosamente:
Inclina, Señor, tu oído a nuestras súplicas con las que imploramos tu
misericordia a fin de que pongas en el lugar de la paz y la luz al alma de tu siervo
Rufo al cual mandaste salir de este mundo. Por Nuestro Señor Jesucristo
Amén dijo el Mamertito.
Y en ese instante el moscón se arrancó del cadáver y voló derechamente a la
punta de la nariz de don Ciro, pero don Ciro, con los ojos bajos, las manos
cruzadas mansamente sobre la sotana parecía en éxtasis y no reparó en ello. Y el
acompañamiento se daba de codo y murmuraba: « El cáncer le roerá la nariz» ,
pero don Ciro proseguía imperturbable, hasta que, sin amago previo, estornudó
ruidosamente y el moscón, asustado, buscó refugio, de nuevo, en el cadáver.
Al concluir las preces, la señora Clo se presentó con el libro apolillado y la
Sime dijo:
¿Qué? Era del viejo.
En la primera página decía:
SERMONES PARA LOS MISTERIOS MÁS CLÁSICOS DE LAS
FESTIVIDADES DE JESUCRISTO Y DE MARÍA SANTÍSIMA. EL AUTOR ES
EL LICENCIADO EN SAGRADOS CÁNONES DON JOAQUÍN ANTONIO
DE EGUILETA, PRESBÍTERO Y CAPELLÁN MAYOR DE LA IGLESIA DE
SAN IGNACIO DE LOYOLA DE ESTA CORTE. Tomo III. Madrid MDCCXCVI.
CON LAS LICENCIAS NECESARIAS.
La Sime levantó los ojos y repitió:
¿Qué? Era su libro.
Mira dijo la señora Clo.
Y abrió por la mitad y apareció un papel plegado, envolviendo un billete de
cinco pesetas. Y en el papel, torpemente garrapateado, decía: Reserbas para
conparme la dentadura. Y en la página siguiente había otro billete de cinco
pesetas, y otro en la otra y así hasta veinticinco. La señora Clo se ensalivó el
pulgar, repasó el dinero expertamente, billete a billete, y se lo entregó a la
Simeona.
Toma la dijo, esto que te tienes. La dentadura de nada puede servirle
al viejo.
Al día siguiente, San Bonifacio y San Doroteo, cuando los mozos izaron las
andas, los comentarios del pueblo giraban en tomo al hallazgo de la señora Clo,
pero más aún que los billetes sorprendió el hecho de que el Centenario tuviera un
libro en su casa. Y decía el Malvino, con evidente escepticismo: « Luego que si
sabe o deja de saber. ¿Y quién no sabe teniendo un libro a la mano, digo y o?» .
Hasta la iglesia, los mozos hicieron tres posas con el ataúd y, en cada una, don
Ciro rezó los oportunos responsos, mientras la Sime se impacientaba sobre el
carrillo, junto al Nini, y el Duque, el perro, amarrado a la trasera, con la soga
como un dogal, gañía destempladamente. Una vez en la iglesia, apenas los
hombres depositaron el féretro en el carro, la Sime azuzó el borrico y este
emprendió veloz carrera entre el estupor de la concurrencia. La Sime llevaba el
cabello desgreñado, la mirada brillante y las mandíbulas crispadas, pero hasta
alcanzar el alcor no despegó los labios. Le dijo, entonces, al Nini:
Y tú, qué pintas aquí, ¿di?
El niño la miró gravemente:
Solo quiero acompañar al viejo dijo.
Ya en el camposanto, entre los dos, arrastraron el ataúd a la zanja y la
muchacha empezó a echar sobre él paletadas de tierra con mucho brío. La caja
sonaba a hueco y los ojos de la Sime se iban humedeciendo a cada paso, hasta
que el Nini se encaró con ella:
Sime, ¿es que te ocurre algo?
Ella se pasó el envés de la mano por la frente. Dijo luego, casi furiosa:
¿No ves la polvareda que estoy armando?
Al salir, junto a la verja, el Loy olisqueaba el rabo del Duque y sobre los
tesos se extendía una indecible paz. La Sime señaló al Loy con la pala:
Ni se da cuenta que es su padre; y a ves.
De regreso, el borrico sostenía un trotecillo cochinero que se hizo más vivo al
descender del alcor. Pero la Sime condujo el carro por la senda de la Cotarra
Donalcio y entró en el pueblo por la iglesia en lugar de hacerlo por el almacén
del Poderoso. Le dijo el Nini:
Sime, ¿es que no vas a casa?
No dijo la Sime.
Y ante la puerta del Undécimo Mandamiento detuvo el carrillo, se apeó y
llamó con dos secos aldabonazos. Doña Resu al abrir, tenía cara de dolor de
estómago:
Sime, mujer dijo, el undécimo no alborotar.
El Nini esperaba que la Sime respondiera desabridamente, pero ante su
sorpresa, la muchacha se humilló y dijo en un susurro:
Disculpe, doña Resu; si no le importa, acompáñeme a la iglesia. Quiero
ofrecerme.
El Undécimo Mandamiento se santiguó, luego se apartó de la puerta y dijo:
Alabado sea Dios. Pasa hija. El Señor te ha llamado.
15
Por Nuestra Señora de la Luz brotaron las centellas en el prado y el Nini se
apresuró a enviar razón al Rabino Grande para que alejara las ovejas, pues según
sabía por el Centenario, la oveja que come centellas cría galápago en el hígado y
se inutiliza. Aquella misma tarde, el Pruden informó al niño que los topos le
minaban el huerto e impedían medrar las acelgas y las patatas. Al atardecer el
Nini descendió al cauce y durante una hora se afanó en abrir en el suelo
pequeñas calicatas para comunicar las galerías. El Nini sabía, por el abuelo
Román, que formando corriente en las galerías el topo se constipa y con el alba
abandona su guarida para cubrirlas. El Nini trabajaba con parsimonia, como
recreándose, y, en su quehacer, se guiaba por los pequeños montones de tierra
esponjosa que se alzaban en derredor. La Fa, repentinamente envejecida, le veía
hacer jadeando desde un sombrajo de carrizos, mientras el Loy, el cachorro
canela, correteaba en la cascajera persiguiendo a las lagartijas.
Al día siguiente, San Erasmo y Santa Blandina, antes de salir el sol, el niño
bajó de nuevo al huerto. La calina difuminaba las formas de los tesos que
parecían más distantes, y en las plantas se condensaba el rocío. Junto al ribazo
voló ruidosamente una codorniz, en tanto los grillos y las ranas que anunciaban
alborozadamente la llegada del nuevo día, iban enmudeciendo a medida que el
niño se aproximaba. Ya en el huerto, el Nini se apostó en un esquinazo junto al
arroy o, y, apenas transcurridos diez minutos, un rumor sordo, semejante al de los
conejos embardados, le anunció la salida del topo. El animal se movía
torpemente, haciendo frecuentes altos, y, tras una última vacilación, se dirigió a
una de las calicatas abiertas por el niño y comenzó a acumular tierra sobre el
agujero arrastrándola con el hocico. El Loy, el cachorro, al divisarlo, se agachó
sobre las manos y le ladró furiosamente, brincando en extrañas fintas, pero el
niño lo apartó, regañándole, tomó el topo con cuidado y lo guardó en la cesta. En
menos de una hora capturó tres topos más y apenas el resplandor rojo del sol se
anunció sobre los cuetos y tendió las primeras sombras el Nini se incorporó,
estiró perezosamente los bracitos y dijo a los perros: « Andando» . Al pie del
Cerro Colorado, el José Luis, el Alguacil, abonaba los barbechos y poco más
abajo, en la otra ribera del arroy o, el Antoliano ataba pacientemente las
escarolas y las lechugas para que blanqueasen. Desde el pueblo llegaba el
campanilleo del rebaño y las voces malhumoradas y soñolientas de los
extremeños en el patio del Poderoso.
Veinte metros río abajo, al alcanzar los carrizos, se arrancó inopinadamente
el águila perdicera. Era un hecho anómalo que el águila pernoctase en los juncos
y el Nini no tardó en descubrir el nido burdamente construido sobre una zarza con
cuatro palos entrelazados recubiertos con una piel de lebrato. Dos pollos, uno de
may or tamaño que otro, le enfocaban sus redondos ojillos desconfiados,
levantando sus corvos picos en actitud amenazadora. El niño sonrió, arrancó un
junco y se entretuvo un rato provocándolos, aguijoneándoles hasta hacerles
desesperar. Arriba, en el azul del cielo, el águila madre describía grandes
círculos, por encima de su cabeza.
El Nini silenció su descubrimiento, pero cada tarde descendía a la junquera
para observar el progreso de los pollos, las evoluciones de la madre que, de vez
en cuando, retornaba al nido apresando entre sus garras rapaces un lagarto, una
rata o una perdiz. A cada incursión, el águila, encaramada en lo alto de la zarza,
oteaba desafiante y majestuosa los alrededores, antes de desollar la pieza para
entregársela a sus crías. El niño, oculto entre los juncos, espiaba sus movimientos,
la avidez descompuesta de los aguiluchos devorando la presa, la orgullosa
satisfacción del águila madre antes de remontarse de nuevo en la altura. De este
modo los aguiluchos iban emplumando y desarrollándose, hasta que una tarde el
Nini descubrió que el más pequeño había desaparecido del nido y el grande había
sido amarrado con un alambre al tronco del zarzal. Mientras cortaba la atadura
precipitadamente, pensó en Matías Celemín, el Furtivo, y, a poco, y a no pensó en
nada porque el águila picaba en vertical sobre él desde una altura de trescientos
metros y la Fa y el Loy ladraban mirando a lo alto sin cesar de recular. El águila,
en su descenso, apenas rozó el nido sujetó entre sus garras la cría liberada, y se
remontó de nuevo con ella en dirección al monte.
Dos días más tarde, el Triunfo de San Pablo, salió el norte y el tiempo
refrescó. Los crepúsculos eran más fríos y los grillos y las codornices
amortiguaron sus conciertos vespertinos. Al día siguiente, San Medardo, amainó
el viento y, al atardecer, el cielo levantó y sobre el pueblo se cernió una
atmósfera queda y transparente. Ya noche cerrada, asomó la luna, una luna
blanca y lejana, que fue alzándose gradualmente sobre los tesos. Cuando el
Ratero y el Nini llegaron a la taberna, el Chuco, el perro del Malvino, ladraba
airadamente a la luna desde el corral y sus ladridos tenían una resonancia
cristalina. El Malvino se descompuso. Dijo:
¿Qué le ocurre a este animal esta noche?
Poco a poco, sin acuerdo previo, fueron llegando a la cantina todos los
hombres del pueblo. Entraban diseminados, uno a uno, la negra boina capona
calada hasta las orejas y antes de sentarse en los bancos miraban en torno
medrosos y desconfiados. Tan solo, de tiempo en tiempo, se sentía el golpe de un
vaso sobre una mesa o una airada palabrota. La atmósfera iba llenándose de
humo y cuando el Pruden apareció en la puerta, veinte rostros curtidos se
volvieron a él patéticamente. El Pruden vaciló en el umbral. Parecía muy pálido
e inseguro. Dijo.
Mucho brillan los luceros, ¿no amagará la helada negra?
Le respondió el silencio y, al fondo, el enconado y metódico ladrido del
Chuco, en el corral. El Pruden miró en torno antes de sentarse y entonces oy ó el
juramento del Rosalino, el Encargado, a sus espaldas y, al volverse, el Rosalino le
dijo: Si y o fuera Dios pondría el tiempo a tu capricho solo por no oírte.
Tras la oscura voz del Rosalino, el silencio se hizo más espeso y dramático. El
José Luis, el Alguacil, rebulló inquieto antes de decir:
Malvino, ¿no podrías callar ese perro?
Salió el tabernero y desde dentro se oy ó el puntapié y el aullar dolorido del
animal en fuga. En la estancia pareció aumentar la tensión al regresar el
Malvino. Dijo, brumosamente, Guadalupe, el Capataz, al cabo de un rato:
¿Dónde se ha visto que hiele por San Medardo?
Los cuarenta ojos convergieron ahora sobre él y Guadalupe, para ahuy entar
su turbación, apuró el vaso de golpe. Malvino se llegó a él con la frasca y se lo
llenó sin que el otro lo pidiera. Dijo luego, con la frasca en la mano, encarándose
y a, decididamente, con lo inevitable:
Eso no. Va para veinte años de la helada de Santa Oliva, ¿os recordáis? El
cereal estaba encañado y seco y en menos de cuatro horas todo se lo llevó la
trampa.
El hechizo se rompió de pronto:
No llegarían a diez fanegas lo que cogimos en el término añadió el
Antoliano.
Justito, el Alcalde, desde la mesa del rincón voceó:
Eso ocurre una vez. Un caso así no volveremos a verlo.
El Antoliano accionaba mucho con sus manazas en la mesa inmediata
explicándole al Virgilio, el de la señora Clo, el desastre:
Las argay as estaban chamuscadas, ¿oy es? Lo mismo que si el fuego
hubiera pasado sobre ellas. Lo mismo. Todo carbonizado.
El tabernero llenaba los vasos, y las lenguas, al principio remisas, iban
entrando en actividad. Se diría que mediante aquella ardiente comunicación
esperaban ahora conjurar el peligro. De pronto, dominando las conversaciones,
se oy ó de nuevo el lastimero aullido del Chuco en el patio.
Dijo el Nini:
El perro ese ladra como si hubiera un muerto.
Nadie le respondió y los aullidos del Chuco, cada vez más modulados,
recorrieron las mesas como un calambre. El Malvino salió al patio. Su blasfemia
se confundió con el llanto quejumbroso del perro y el portazo del Furtivo al
entrar. Dijo Matías Celemín, resollando como si terminara de hacer un largo
camino:
Buena está cay endo. Los relejes están tiesos como en enero. En la huerta
no queda un mato en pie. ¿A qué viene este castigo?
De todos los rincones se elevó un rumor de juramentos reprimidos. Sobre
ellos retumbó la voz del Pruden excitada, vibrante:
¡Me cago en mi madre! chilló. ¿Es esto vivir? Afana once meses
como un perro y, luego, en una noche
Se volvió al Nini. Su mirada febril se
concentraba en el niño, expectante y ávida: Nini, chaval agregó, ¿es que
y a no hay remedio?
Según dijo el chiquillo gravemente.
Según, según
¿según qué?
El viento respondió el niño.
El silencio era rígido y tenso. Las miradas de los hombres convergieron ahora
sobre el Nini como los cuervos en octubre sobre los sembrados. Inquirió el
Pruden:
¿El viento?
Si con el alba vuelve el norte arrastrará la friura y la espiga salvará. La
huerta va es más difícil dijo el niño.
El Pruden se puso en pie y dio una vuelta entre las mesas. Andaba como
borracho y reía ahora como un estúpido:
¿Oísteis? dijo. Aún hay remedio. ¿Por qué no ha de salir el viento? ¿No
es más raro que hiele por San Medardo y sin embargo, está helando? ¿Por qué no
ha de salir el viento?
Cesó repentinamente de reír y observó en torno esperando el asentimiento de
alguien, pero repasó todos los rostros, uno a uno, y no vio más que una nube de
escepticismo, una torva resignación allá en lo hondo de las pupilas. Entonces
volvió a sentarse y ocultó el rostro entre las manos. Tras él, el Antoliano le decía
al Ratero a media voz: « No hay ratas, la cosecha se pierde, ¿puede saberse qué
coños nos ata a este maldito pueblo?» . El Rabino Chico tartamudeó: « La tic
La
tierra dijo. La tierra es como la mujer de uno» . El Rosalino gritó desde el
otro extremo: « ¡Tal cual, que te la pega con el primero que llega!» . Mamés, el
Mudo, hacía muecas junto al Furtivo, unas muecas aspaventeras como cada vez
que se ponía nervioso. Matías Celemín voceó de pronto: « ¡Calla Mudo, leche,
que mareas!» . El Frutos, el Jurado, dijo entonces: « ¿Y si cantara el Virgilio?» . Y,
como si aquello fuera una señal, vocearon simultáneamente de todas las mesas:
« ¡Venga, Virgilio, tócate un poco!» . Agapito, el Peatón, empezó a palmear el
tablero acompasadamente con las palmas de las manos. El Justito, que desde
hacía dos horas bebía sin parar del porrón, levantó su voz sobre los demás:
« ¡Dale, Virgilio, la que sea sonará!» y el Virgilio carraspeó por dos veces y se
arrancó por « El Farolero» y el Agapito y el Rabino Grande batieron palmas y, a
poco, el Frutos, el Guadalupe, el Antoliano y el José Luis se unieron a ellos.
Minutos más tarde, la taberna hervía y las palmas se mezclaban con las voces
enloquecidas entonando desafinadamente viejas y doloridas canciones. El humo
llenaba la estancia y Malvino, el tabernero, recorría las mesas y colmaba los
vasos y los porrones sin cesar. Fuera, la luna describía sigilosamente su habitual
parábola sobre los tesos y los tejados del pueblo y la escarcha iba cuajando en
las hortalizas y las argay as.
El tiempo había dejado de existir y al irrumpir en la taberna la Sabina, la del
Pruden, los hombres se miraron ojerosos y atónitos, como preguntándose la
razón por la que se encontraban allí congregados. El Pruden se frotó los ojos y su
mirada se cruzó con la mirada vacía de la Sabina y, entonces, la Sabina gritó:
¿Puede saberse qué sucede para que arméis este jorco a las cinco de la
mañana? ¿Es que todo lo que se os ocurre es alborotar como chicos cuando la
escarcha se lleva la cosecha? Avanzó dos pasos y se encaró con el Pruden:
Tú, Acisclo, no te recuerdas y a de la helada de Santa Oliva, ¿verdad? Pues la de
esta noche aún es peor, para que lo sepas. Las espigas no aguantan la friura y se
doblan como si fueran de plomo.
Repentinamente se hizo un silencio patético. Parecía la taberna, ahora, la
antesala de un moribundo donde nadie se resolviera a afrontar los hechos, a
comprobar si la muerte se había decidido al fin. Una vaca mugió plañideramente
abajo, en los establos del Poderoso y como si esto fuera la señal esperada, el
Malvino se llegó al ventanuco y abrió de golpe los postigos. Una luz difusa,
hiberniza y fría se adentró por los cristales empañados. Pero nadie se movió aún.
Únicamente al alzarse sobre el silencio el ronco quiquiriquí del gallo blanco del
Antoliano, el Rosalino se puso en pie y dijo: « Venga, vamos» . La Sabina
sujetaba al Pruden por un brazo y le decía: « Es la miseria, Acisclo, ¿te das
cuenta?» . Fuera, entre los tesos, se borraban las últimas estrellas y una cruda luz
blanquecina se iba extendiendo sobre la cuenca. Los relejes parecían de piedra y
la tierra crepitaba al ser, hollada como cáscaras de nueces. Los grillos cantaban
tímidamente y desde lo alto de la Cotarra Donalcio llamaba con insistencia un
macho de perdiz. Los hombres avanzaban cabizbajos por el camino y el Pruden
tomó al Nini por el cuello y a cada paso le decía: « ¿Saldrá el norte, Nini? ¿Tú
crees que puede salir el norte?» . Mas el Nini no respondía. Miraba ahora la verja
y la cruz del pequeño camposanto en lo alto del alcor y se le antojaba que aquel
grupo de hombres abatidos, adentrándose por los vastos campos de cereales,
esperaba el advenimiento de un fantasma. Las espigas se combaban,
cabeceando, con las argay as cargadas de escarcha y algunas empezaban y a a
negrear. El Pruden dijo desoladamente, como si todo el peso de la noche se
desplomara de pronto sobre él: « El remedio no llegará a tiempo» .
Abajo, en la huerta, las hortalizas estaban abatidas, las hojas mustias,
chamuscadas. El grupo se detuvo en los sembrados encarando el Pezón de
Torrecillórigo y los hombres clavaron sus pupilas en la línea, cada vez más nítida,
de los cerros. Tras la Cotarra Donalcio la luz era más viva. De vez en cuando,
alguno se inclinaba sobre el Nini y en un murmullo le decía: « Será tarde y a,
¿verdad, chaval?» . Y el Nini respondía: « Antes de asomar el sol es tiempo. Es el
sol quien abrasa las espigas» . Y en los pechos renacía la esperanza. Pero el día
iba abriendo sin pausa, aclarando los cuetos, perfilando la miseria de las casas de
adobes y el cielo seguía alto y el tiempo quedo y los ojos de los hombres, muy
abiertos, permanecían fijos, con angustiosa avidez, en la divisoria de los tesos.
Todo aconteció de repente. Primero fue un soplo tenue, sutil, que acarició las
espigas; después, el viento tomó voz y empezó a descender de los cerros
ásperamente, desmelenado, combando las cañas, haciendo ondular como un mar
las parcelas de cereales. A poco, fue un bramido racheado el que sacudió los
campos con furia y las espigas empezaron a pendulear, aligerándose de
escarcha, irguiéndose progresivamente a la dorada luz del amanecer. Los
hombres, cara el viento, sonreían imperceptiblemente, como hipnotizados, sin
atreverse a mover un solo músculo por temor a contrarrestar los elementos
favorables. Fue el Rosalino, el Encargado, quien primero recuperó la voz y
volviéndose a ellos dijo:
¡El viento! ¿Es que no lo oís? ¡Es el viento!
Y el viento tomó sus palabras y las arrastró hasta el pueblo, y entonces, como
si fuera un eco, la campana de la parroquia empezó a repicar alegremente y, a
sus tañidos, el grupo entero pareció despertar y prorrumpió en exclamaciones
incoherentes y Mamés, el Mudo, babeaba e iba de un lado a otro sonriendo y
decía: « Je, je» . Y el Antoliano y el Virgilio izaron al Nini por encima de sus
cabezas y voceaban:
¡Él lo dijo! ¡El Nini lo dijo!
Y el Pruden, con la Sabina sollozando a su cuello, se arrodilló en el sembrado
y se frotó una y otra vez la cara con las espigas, que se desgranaban entre sus
dedos, sin cesar de reír alocadamente.
16
Los diminutos huertos de junto al arroy o quedaron abrasados por la helada negra.
No obstante, los hombres del pueblo descendieron obstinadamente a sus parcelas
y sembraron las tierras de acederas, berros picantes, escarolas rizadas, guisantes
tiernos, perifollos, puerros y zanahorias tempranas. Rosalino, el Encargado,
aligeró el majuelo de raíces y rebrotes en los patrones injertados y el Nini, el
chiquillo, se ocupó de eliminar los zánganos de las colmenas y seleccionar los
conejos para la reproducción. Un sol, todavía clemente, estabilizó la temperatura,
y bajo sus ray os los cereales terminaron de encañar y de granar y se secaron en
pocos días. En el pueblo, acreció entonces la actividad. A toda hora, los hombres
y las mujeres limpiaban las eras y preparaban los aperos para la trilla y, al
atardecer, desinfectaban los graneros dispuestos para recibir el cereal. Sobre el
cielo, de un azul intenso, volaron un día las cigüeñas nuevas de la torre
anticipándose al dicho del difunto señor Rufo: « Por San Juan, las cigüeñas a
volar» . Así y todo, cada mañana, las miradas de los hombres del pueblo se
concentraban en el Portón del Noroeste que en la primera decena del mes se
mantuvo sereno y despejado. El Pruden decía a cada paso: « Lo que hace falta
ahora es que no llueva» . El difunto Centenario solía apostillar con su proverbial
contundencia: « Agua en junio, trae infortunio» . Y los hombres de la cuenca
aguardaban el sol cada mañana con la misma vehemencia con que aguardaban
la lluvia por Nuestra Señora de Sancho Abarca o por San Saturio. Sin embargo,
entre el vecindario cundió un optimismo prematuro por San Basilio, el Magno. El
hecho de haber salvado el cereal de la helada negra les imbuía una locuacidad
desbordada. « Mal que bien, la cosecha va salvando» decían. Pero la señora
Librada, más vieja o más precavida, advertía: « Aguarda a tener el trigo en la
panera antes de hablar» .
Por su parte, el tío Ratero no esperaba nada del tiempo. Su hermetismo era
cada vez más hosco e irreductible. Durante el día apenas despegaba los labios y
por las noches, al acostarse en las pajas, le decía invariablemente al Nini:
Mañana habrá que bajar.
El niño le frenaba:
Aguarde. Por San Vito se abre el cangrejo.
¿El cangrejo?
Lo mismo viene buen año. ¿Quién sabe?
Una semana atrás, por Santa Orosia, las cosas estuvieron a punto de
resolverse cuando Justo Fadrique, el Alcalde, que se había colocado una corbata
verde y roja como en las grandes solemnidades, le dijo al Ratero a bocajarro en
la taberna del Malvino:
Ratero, ¿qué dirías si te ofreciera un jornal de treinta pesetas y mantenido?
El Ratero se pasó la punta de la lengua por los labios agrietados. Después se
rascó ásperamente el cogote bajo la boina. Se diría que iba a exponer un largo
razonamiento, pero solo dijo:
Según.
¿Según qué?
Según.
Mira, basta con que subas a las cuestas a hacer hoy as con los extremeños
señaló al Nini:
Por supuesto, el chaval puede subir también y comer contigo.
El Ratero reflexionó unos instantes:
Vale dijo al fin.
Justo Fadrique se pellizcó mecánicamente la barbilla recién afeitada. Lo
mismo hizo dos tardes atrás, en la ciudad, cuando el abogado le dijo: « Si ese
sujeto no ha cambiado últimamente no hay razón alguna para someterle a un test
y privarle de la patria potestad» . Ahora, el Justito, miró al Ratero largamente y
dijo con afectada indiferencia:
Solo te pongo por condición que dejes la cueva.
El Ratero levantó los ojos:
La cueva es mía dijo.
Justo Fadrique se acodó en la mesa y añadió pacientemente:
Date a razones, Ratero. La casa de la Era Vieja renta veinte duros y tú vas
a ganar ciento ochenta y mantenido. ¿Qué te parece?
La cueva es mía repitió el Ratero.
Justo Fadrique estiró los antebrazos sobre el tablero y dijo haciendo un
esfuerzo por suavizar la voz:
Está bien, te la compro. ¿Qué quieres por ella?
Nada.
¿Nada? ¿Ni mil?
No.
Tendrá un precio; algo valdrá, digo y o.
Algo.
¿Cuánto? ¡Di!
El Ratero sonrió socarronamente:
La cueva es mía dijo.
Justo Fadrique meneó la cabeza de un lado a otro y, al fin, fijó en el Ratero
sus pupilas encolerizadas:
Yo podría conseguir dijo que Luisito, el de Torrecillórigo, no te quitara
las ratas. ¿Qué te parece?
El rostro del Ratero se transformó en un instante. Las aletillas de la nariz se
dilataron y sus labios se apretaron hasta quedar exangües:
Ya lo haré y o dijo.
Justito se levantó:
No tienes agallas dijo. En todo caso, piénsatelo. Si tú lo quieres, y o
podría ay udarte.
A partir de entonces, el Ratero pasaba las horas vigilando el cauce. Vivía en
un estado de exaltación reprimida y por las noches no acertaba a conciliar el
sueño. Algunas mañanas ascendía al Pezón de Torrecillórigo y desde la cumbre
oteaba incesantemente las márgenes del arroy o. Al anochecer se refugiaba en la
taberna, o en los establos o en el poy o del taller del Antoliano. Y el Antoliano le
decía: « Dos manos tienes, Ratero. Nadie necesita más» . Y el Rosalino inclinaba
la cabeza en dirección a Torrecillórigo y añadía: « Lo que es a mí me podía venir
con esas» . El Malvino, en la taberna, le apremiaba: « El río es tuy o, Ratero.
Antes de que él echara los dientes y a andabas tú en el oficio» .
Mientras tanto, el Nini se desvivía resolviendo las dificultades de sus
convecinos, pero rara vez el eliminar los zánganos de una colmena, o el capar un
marrano, o el seleccionarlos conejos defectuosos de un conejar le proporcionaba
más allá de dos reales en junto. El Malvino le decía: « Fija una tarifa, leche. ¿No
lo hacen así los médicos y los abogados?» . El Nini se encogía de hombros y le
miraba con tan grave aplomo que el Malvino se desconcertaba y terminaba por
callar.
Por San Vito se abrió la veda del cangrejo y el Nini bajó al río con las arañas
y los reteles. Cebó las arañas con lombrices y los reteles con tasajo, y al caer el
sol llevaba embuchadas cinco docenas y los cangrejos seguían acudiendo al
engaño con facilidad. Al echarse la noche, el niño prendió el farol y sustituy ó el
tasajo de los reteles por tripas de gallina. Los grillos cantaban en torno y sobre su
cabeza, en el primero de los tres chopos, palmoteaba una lechuza. A medianoche,
el Nini recogió los bártulos despertó a los perros y antes de regresar a la cueva
dejó tendida en el arroy o una cuerda para la anguila. Los cangrejos se escurrían
dentro del saco y producían un rumor húmedo y untuoso.
El tío Ratero le esperaba, acuclillado en la boca de la cueva bajo el candil.
¿Viste a ese? dijo antes de que el Nini coronase la meseta de tomillos.
No dijo el niño.
El Ratero rumió algo entre dientes. Agregó:
¿Y los cangrejos?
Once docenas y media dijo el Nini. Y por primera vez en varias
semanas el tío Ratero entreabrió los labios en una sonrisa.
Si la Sime no baja este año todo irá bien añadió el niño.
La Sime fue en tiempos su más fuerte competidora. La Sime pescaba a
mano, remangándose las say as, dejando al descubierto unos muslos blancos y
amorcillados. El dedo índice de su mano derecha tenía la y ema encallecida y
era este el que introducía sin recelo en las cuevas o entre las berreras y donde el
cangrejo se agarraba con voraz fruición. Con una técnica tan simplista hubo años
que la Simeona capturó más de quinientas docenas. Adolfo, el del coche de línea,
llevaba luego los cangrejos a la ciudad, clasificados por tamaños, para venderlos
en el mercado. Pero este año la Simeona se había espiritualizado. Se soltó el pelo
sobre los hombros y se enfundó en una bata negra, larga hasta los pies. Su
atuendo era el mismo que usara la Eufrasia cinco años antes, la primera
Ofrecida que recogió en su casa el Undécimo Mandamiento. La Sime, como la
Eufrasia, pasaría tres años con doña Resu, realizando las tareas más arduas y
humillantes, preparándose para profesar. El Malvino, en la taberna, solía decir:
« Es la manera de tener criada gratis» . El cambio repentino de la Simeona
despertó, empero, la codicia de los hombres del lugar, que aprovechaban
cualquier coy untura propicia para demandarla: « Sime, ¿qué harás del carro?» .
« Lo necesito» respondía invariablemente la Simeona. « ¿Y del borrico?»
agregaban. « Lo necesito también» respondía ella. Ellos se rascaban la
cabeza y preguntaban al fin: « ¿Y puede saberse para qué necesitas un carro y un
borrico para el monjío?» . La Sime contestaba sin vacilar: « Para el dote» . En los
últimos tiempos, el Nini rehuía a la Simeona porque cada vez que la encontraba
ella se agachaba y decía: « Humíllame» . El niño denegaba con la cabeza: « Yo
no sé de eso» decía al fin. « Escúpeme» añadía ella. El pequeño se
negaba. « ¿No oy es? insistía ella. Te digo que me escupas. Aprende a
obedecer a las personas may ores» . El niño se resistía, pero, a veces, terminaba
por simular que lanzaba un escupitajo. Ella no se conformaba: « Así no. Más
grande y a la cara. ¿Oy es?» . Otras veces, la Sime se tumbaba en el suelo y le
suplicaba que la pisara. Poco a poco el niño empezó a experimentar un repeluzno
supersticioso hacia la Simeona.
Últimamente a la muchacha le dio por presagiar su muerte y decía,
retorciéndose las manos, que « la cosa iba a ser tan rápida que ni tiempo tendría
para lavarse» . Al Nini le hacía depositario de su última voluntad. « Atiende, Nini
decía. Si y o muero quiero que el carro y el borrico sean para ti. El carro lo
vendes y el importe me lo aplicas en misas. Del borrico, dispón. Lo puedes
montar para salir al campo, pero cada vez que lo montes te acordarás de la Sime
y me dirás una jaculatoria» . « ¿Qué es eso, Sime?» inquiría el niño.
« ¡Jesús! ¿Así andas? La jaculatoria es una pequeña oración. Tú dices: Señor,
perdona a la Simeona. Nada más, ¿oy es? Pero cada vez que montes el borrico,
¿me entiendes?» . « Sí, Sime, descuida» asentía el niño. Ella se quedaba un
momento pensativa. Luego agregaba: « O mejor todavía. Tú dirás cada vez que
montes el burro: Señor, perdona los pecados que la Sime cometiera con la
cabeza, luego con las manos, luego con el pecho, luego con el vientre y así cada
vez con una cosa hasta llegar a los pies. ¿Me entiendes, Nini?» . El Nini la
miraba serenamente. Al cabo dijo: « Sime, ¿es que con el vientre se pueden
cometer pecados?» . De pronto la Sime rompió a llorar. Tardó un rato en
responderle. Al fin, dijo: « A ver, Nini, los más graves. El mío se llamaba Paquito
y está en el camposanto junto a mi padre. ¿Es que no lo sabías?» . « No, Sime» ,
replicó el niño. Ella se echó el cabello para atrás en un ademán impaciente. Dijo:
« Claro, eras muy crío entonces» .
Pero por San Protasio y San Tribuno, la Sime enfermó de verdad y el Nini, al
verla hundida en el jergón, recordó al Centenario muerto. Le dijo la muchacha:
Óy eme, Nini. Si y o muero quiero que el carro y el borrico y el Duque
sean para ti, ¿entiendes?
Pero Sime
apuntó el niño.
Nada de Sime cortó ella. Si y o muriese, el dote no lo voy a necesitar.
Tú no vas a morirte, Sime. Ya se murió tu padre.
Calla la boca. Ningún padre se muere por uno, ¿oy es?
Bueno, Sime dijo el niño acobardado. Ella añadió:
A cambio solo te pido que no olvides lo que te dije, ¿recuerdas?
Sí, Sime. Cada vez que suba al borrico le diré al Señor que perdone tus
pecados empezando por la cabeza.
La Sime suspiró, aliviada:
Está bien dijo. Ahora humíllame. No me queda mucho tiempo para
lavarme. Tengo prisa.
¿Qué, Sime?
¡Escúpeme! dijo ella.
No, Sime.
Ella hizo unos rápidos visajes con la cara:
¿Es que no me oy es? ¡Escúpeme!
El niño reculaba hacia la puerta. En las afiladas facciones de la Simeona veía
ahora al Centenario y a la abuela Iluminada muertos:
Eso sí que no, Sime.
En este instante se filtró por las rendijas de la ventana un alarido agudo y
quejumbroso. La Sime se quedó inmóvil, guiñando levemente los ojos en un
nervioso parpadeo y de pronto, se cubrió el rostro con las manos y se arrancó a
llorar histéricamente:
Nini, ¿oíste? dijo entre dos sollozos. Es el diablo.
El niño se aproximó.
Es el búho, Sime, no te asustes. Caza ratones en el tejado.
Entonces ella se tumbó de espaldas, soltó una risotada y se puso a decir cosas
incoherentes.
Por Santa Editruda y Santa Agripina, la Simeona se restableció. El Nini, el
chiquillo, se la encontró en la Plaza, todavía pálida y vacilante, y por primera vez
desde que se ofreció no le encareció que la humillara. El Nini le preguntó:
¿Estás bien, Sime?
Bien ¿por qué?
Por nada.
Se quedaron un rato frente a frente como observándose con reticencia.
Al fin, el Nini añadió:
¿No bajarás este año a cangrejos, Sime?
¡Huy, hijo! dijo ella. Eso se acabó. Yo y a no estoy para fiestas.
A partir de esa noche, los cangrejos empezaron a mostrarse esquivos con los
reteles y las arañas del Nini. Era lo mismo que el tiempo se mantuviese quedo o
que soplara el sur o el noroeste. Al atardecer, los cangrejos abandonaban sus
cuevas o sus cobijos bajo las berreras y merodeaban en torno a los reteles, pero
sin decidirse a salvar el aro. El Nini, por más que se esforzaba, apenas conseguía
atrapar más allá de una docena. Al llegar a la cueva le decía al tío Ratero:
La Sime me echó mal de ojo.
El Ratero se rascaba insistentemente el cráneo bajo la boina:
¿Nada? inquiría.
Nada.
Habrá que bajar entonces.
Mas el Nini, antes de destruir las camadas de primavera, prefirió volver a los
lecherines y los lagartos. Hizo un esfuerzo por ampliar su clientela ofreciendo los
lecherines de puerta en puerta. Una tarde se llegó donde el Furtivo, a pesar de
que su sonrisa carnicera le aterraba.
Matías le dijo. ¿No necesitarás tú lecherines para los conejos?
¿Lecherines? ¡Estás tú bueno, bergante! ¿Es que no sabes que largué los
conejos de que empezó la peste?
El Nini parpadeaba desconcertado y, de repente, el Furtivo le agarró por el
pescuezo y añadió, entornando los ojos como si le molestase la luz:
A propósito, ¿no sabes tú quién fue el bergante que soltó el aguilucho del
nido de la junquera?
¿Un aguilucho en la junquera? inquirió el niño. Las águilas no anidan
en la junquera, Matías, tú lo sabes.
Pues esta vez anidó, y a ves; y un hijo de perra cortó el alambre con que
amarré la cría, ¿qué te parece?
El Nini alzó los hombros y sus pupilas resplandecieron de inocencia. Agregó
Matías Celemín, soltándole y cruzando solemnemente los brazos sobre el pecho:
Oy e una sola cosa y a ver si aprendes de una vez por todas. Aún no sé
quién es ese tal, pero si un día le agarro le voy a sacudir una mano de guantadas
que no le van a quedar más ganas de entrometerse.
17
Un despiadado sol de fuego se elevó sobre los tesos por la Preciosa Sangre de
Nuestro Señor y abrasó la salvia y el espliego de las laderas. En tan solo
veinticuatro horas, el termómetro rebasó los treinta y cinco grados y la cuenca se
sumió en un enervante sopor canicular. Los cerros se resquebrajaron bajo los
ardientes ray os y el pueblo, en la hondonada, quedó como aprisionado por un
aura de polvo sofocante. En tomo crepitaban los trigos maduros, mientras los
corros de cebada y a segados, con las morenas esparcidas por los rastrojos,
denotaban un anticipado relajamiento otoñal. Bajo el bochorno, la vida
languidecía y el infernal silencio de las horas centrales apenas se rompía por el
piar lastimero de los gorriones entre los altos carrizos del arroy o. Al ponerse el
sol, una caricia tibia descendía de las colinas y las gentes del pueblo
aprovechaban la pausa para congregarse a las puertas de las casas y charlar
quedamente en pequeños grupos. De los campos ascendía el seco aroma del
bálago envuelto en el fúnebre lenguaje de las aves nocturnas, mientras las polillas
golpeaban rítmicamente las lámparas o revoloteaban incansables en torno a ellas
en órbitas desiguales. Del Cerro Merino llegaban los silbidos de los alcaravanes y,
a su conjuro, los cínifes se desprendían de la maleza del río y bordoneaban por
todas partes con agresiva contumacia. Era el fin del ciclo y los hombres al
encontrarse en las calles polvorientas se sonreían entre sí y sus sonrisas eran
como una arruga más en sus rostros requemados por el sol y los vientos de la
meseta.
No obstante, por San Miguel de los Santos, los cuetos amanecieron envueltos
en una pegajosa neblina que fue acentuándose a medida que el día ensanchaba.
Y el Pruden, al advertirlo, cruzó el puentecillo de troncos y ascendió
penosamente la cárcava y, una vez en la meseta de tomillos, llamó al Nini a
grandes voces:
Nini, rapaz dijo cuando este apareció en la boca de la cueva,
desperezándose, esa calina no me gusta. ¿No amagará el nublado?
El Loy olisqueaba los talones del hombre y la Fa, alebrada junto al niño, se
dejaba acariciar a contrapelo por su sucio pie desnudo. El Nini oteó el horizonte,
los cerros ligeramente neblinosos y, finalmente, sus ojos se detuvieron en el azor,
aleteando sobre el Pezón de Torrecillórigo. Al cabo de un rato, descendió por la
cárcava al cauce sin decir palabra. El Pruden y los perros le seguían con la
misma confiada docilidad que siguen al médico los parientes de un enfermo
grave. Una vez en el arroy o, el Pruden desató la lengua y en tono plañidero le
dijo al Nini que los trigos secos y raspinegros no aguantarían la piedra. El niño
aparentaba no oírle, se ensalivó el dedo corazón y observó atentamente de qué
lado se secaba antes. Luego se introdujo entre los carrizos y las espadañas y
analizó detenidamente los esbeltos tallos. Las hormigas aladas trepaban
incansablemente por ellos y al alcanzar el extremo tornaban a descender. El
Pruden lo contemplaba ahora silencioso y expectante y cuando el niño salió de
entre los carrizos le consultó con la mirada:
Hay niebla y la brisa es sur dijo el niño pausadamente. Las hormigas
de alas andan en danza. Si antes de mediodía no cambia el viento, de aquí a
mañana tronará. Harías bien en avisar a la gente.
Mas al Pruden nadie le hizo caso. Le dijo el Rosalino:
Antes de San Auspicio no empiezo.
El Nini dice
apuntó el Pruden.
Aunque lo diga María Santísima atajó el Encargado. Sin embargo, un
cuarto de hora más tarde, cuando el Frutos dio el pregón desde la Plaza pidiendo
agosteros para el Pruden, los hombres reprimieron un estremecimiento. Tan solo
el Rosalino, para desalojar la inquietud de su pecho, comentó:
Aviva, Pruden, que te se quema el arroz.
Pero a media tarde irrumpió sobre el Cerro Merino una nubecilla blanca y
tras ella otras nubes más densas y apelmazadas. Los hombres del pueblo no
quitaban ojo al cerro y al oscurecer, Justito, el Alcalde, dio orden al Frutos de
preparar los cohetes contra el nublado. A esas horas el cielo se había encapotado
totalmente y el Pruden, con la Sabina, el Mamertito, el Rabino Chico y el
Críspulo el chico may or del Antoliano terminaban de amontonar en
morenas el trigo de su parcela. Un viento cálido se desató al ponerse el sol e hizo
ondear los campos sin segar y provocó violentas tolvaneras en los caminos. El
cielo se mostraba cada vez más sombrío y el Nini despachó en un momento el
frangollo preparado por el Ratero y se acuclilló a la puerta de la cueva. La noche
se había echado de repente y la atmósfera era cada vez más pesada e
irrespirable. Empero, no llovía aún, ni tronaba, y el primer resplandor del ray o
asustó al chiquillo. La Fa levantó de golpe la cabeza y rutó cuando el estrépito del
trueno descendió dando tumbos cárcava abajo. Un hedor a azufre se mezcló con
el seco aroma del bálago y de la mies madura. El tío Ratero asomó a la boca de
la cueva, miró a lo alto, a lo oscuro, y dijo:
Buena se prepara.
Al Loy se le erizaron los pelos del espinazo y al elevarse en el cielo el primer
cohete, apuntando al gran vientre tenebroso de la nube, ladró airadamente sin
saber a qué. El estampido del cohete semejó al agudo grito de un niño en una
acalorada discusión de adultos. Tras él, el cielo se abrió en una luz vivísima que
hizo destellar la cadena de tesos como si fueran de plata. El trueno siguió a la luz
sin transición y fue un trallazo fulminante y quebrado como un latigazo.
Va a ser peor que la de San Zenón. ¿No recuerda? dijo el Nini.
Un segundo cohete fue lanzado desde la Plaza y a este siguieron otro y otro,
sin interrupción ni método, a la desesperada. Se diría un cazador disparando
chinas con un tiragomas contra una manada de elefantes. Un nuevo relámpago
inundó la cuenca de una claridad lívida y al estruendo del trueno siguió el gemido
del huracán barriendo los cuetos y los campos, levantando densos remolinos de
polvo que se empinaban hacia el cielo, girando en espirales inverosímiles. Al
ceder el viento empezaron a caer las primeras gotas; eran unas gotas prietas,
turgentes, como uvas, que restallaban en la tierra reseca y al fraccionarse en
minúsculas partículas, se evaporaban de nuevo sin dejar huella. Dijo el Ratero
tras el Nini:
Más vale así.
¿Qué vale más?
El agua.
¿El agua?
En seco sería peor.
El niño denegó con la cabeza sin cesar de mirar abajo, a las casas del pueblo:
Será lo mismo dijo sentenciosamente. Tal como están los trigos será lo
mismo.
Los relámpagos desgarraban el firmamento por todas partes, encadenándose
en una suerte de fantástico duelo. Los truenos horrísonos del noroeste se
confundían con las exhalaciones del sudeste y con el repiqueteo del pedrisco que
rebotaba sobre la piel tirante del teso como palillos batientes sobre el parche de
un tambor. Eran granos del tamaño de huevos de paloma, pero, pese a su
volumen, el viento los arrastraba para amontonarlos allí donde un matojo o una
quebrada del cueto les prestaba su abrigo.
Se han juntado dos nublados dijo el niño.
Dos respondió el Ratero.
Como en el cincuenta y tres por San Zenón, ¿no recuerda?
Lo mismo.
Poco a poco cedía la canícula y se elevaba de los campos castigados el
tonificante vaho de la tierra húmeda. La granizada remitía a intervalos y
entonces, a la cruda luz de las exhalaciones, el Nini distinguía a los hombres
oscuros, como mudos muñecos, moviéndose alocadamente en la Plaza. Ya no
era solo el Frutos, sino el Justito, y el José Luis, y el Virgilio, y el Antoliano, y el
Matías, y el Rabino Grande, y todos los hombres del pueblo quienes rivalizaban
en lanzar al aire los cohetes en un desesperado intento por ahuy entar la amenaza.
Mas los cohetes, cuando ascendían, eran una efímera estela, sin brillo ni potencia,
que estallaban sordamente contra un cielo bajo y opresivo. La cuenca, en
derredor, asumía una apariencia fantasmagórica a la cárdena luminosidad de los
relámpagos y la torre de la iglesia, el pajero, la Cotarra Donalcio, el Pezón de
Torrecillórigo, los chopos de la ribera eran, bajo aquella luz extraña, como
cómplices de una turbia pesadilla. A ratos, los ramalazos de granizo formaban
una cerrada cortina, tupida e impenetrable. El Nini decía:
Es aún peor que la del cincuenta y tres.
El Ratero, inmóvil tras él, en las tinieblas replicaba:
Peor.
La furia del cielo se desató sobre la cuenca y durante cinco horas se
prolongaron las luminarias de las exhalaciones, los sordos retumbos de los
truenos, el martilleo contumaz de la piedra sobre los campos. A las cuatro de la
madrugada cesó repentinamente de llover y las nubes se concentraron al norte,
sobre el Pezón de Torrecillórigo, y una luna alta y húmeda rasgó súbitamente los
últimos flecos de la borrasca. La tierra toda que abarcaba la vista parecía
cubierta de nieve y los granizos, al deshacerse en el suelo, producían un rumor
viscoso, como el de los cangrejos dentro de la sera. De cuando en cuando, tras el
Pezón de Torrecillórigo, aún se abría el cielo en una culebrilla incandescente,
pero el retumbo del trueno tardaba ahora en llegar y era algo redondo, uniforme,
sin aristas.
El Nini bajó al pueblo tan pronto amaneció. La cárcava estaba húmeda y
resbaladiza y el niño se desvió por la ladera para sujetar sus pies en los tomillos.
Abajo los campos parecían muertos. La huerta y los tres chopos de la ribera
erguían tímidamente su patética desnudez y los graznidos de las chovas en los
vanos del campanario hacían más ostensible el gran silencio. Los trigos,
arracimados desordenadamente por la violencia cambiante del ciclón se
acostaban mansamente sobre el lodo. A trechos, entre las espigas decapitadas,
rebrillaban las charcas. Por los caminos y junto a las linderas vacían los
cadáveres de los trigueros y las alondras, rígidos sobre los granos de trigo y los
cascabillos desparramados. Los barbechos del Poderoso emanaban unas alacres
fumarolas, como las que despedían los sembrados en los días soleados del
invierno tras una noche de helada. Un pesado hedor a cieno entremezclado con el
del bálago se cernía sobre los campos. Dos urracas, envalentonadas con el
desastre, jugueteaban sobre el viejo potro, esponjándose al sol.
Al entrar en el pueblo, el Nini sintió el llanto resignado de las mujeres a través
de los postigos. Al pie de la trasera del Pruden, medio enterrada en el cieno,
había una golondrina. En el alero, asomando sus cabecitas blanquinegras por la
abertura del nido, piaban incansablemente las crías. Las callejas estaban
desiertas y en los relejes había más barro que en pleno invierno. En la Plaza, la
señora Clo barría briosamente los dos escalones de acceso al estanco. En la tapia
de adobes, bajo las bardas del corral, un cartelón de letras desiguales decía:
« ¡Vivan los quintos del 56!» . El Ley se detuvo, olisqueando en el zaguán del José
Luis y el Nini le silbó tenuemente. La señora Clo le vio entonces, se apoy ó en la
escoba y le dijo moviendo la cabeza de arriba abajo y mordiéndose el labio
inferior:
Nini, hijo. ¿Qué te parece este castigo?
Ya ve.
¿Es que somos tan malos, Nini, como para merecer esto?
Eso será, señora Clo.
Frente a los establos, salpicado de barro, estaba el automóvil del Poderoso y
en la misma esquina don Antero y varios desconocidos hablaban
dramáticamente con los hombres del pueblo. El Justito, y el José Luis, y el Matías
Celemín, y el Rabino Chico, y el Antoliano, y el Agapito, y el Rosalino, y el
Virgilio se encontraban allí, los ojos patéticamente abiertos, las espaldas vencidas
como bajo el peso de un enorme fardo. Y don Antero, el Poderoso, decía:
El seguro por descontado. Pero no hay que dormirse, Justo. Hoy mismo
debe salir un pliego solicitando créditos y moratorias. De otro modo será la ruina,
¿oy es?
El Justito asintió débilmente:
Por mí no ha de quedar, don Antero, y a lo sabe usted.
El Nini pasó de largo, los perros pegados a sus pies, pero antes de alcanzar el
majuelo, oy ó la voz tartajosa del Antoliano:
Yo
y o no tengo seguro, don Antero.
Y la de Matías Celemín, el Furtivo, extrañamente fúnebre:
Tampoco y o.
Un rumor de voces arrastradas se unió a la del Furtivo como un coro: « Ni
y o» , « ni y o» , « ni y o» .
Ya en el camino del majuelo, el Pruden le salió al paso. Pareció brotar de la
tierra como un fantasma:
Nini dijo. Tengo el trigo en morenas y no se ha desgranado hablaba
como disculpándose:
Yo
El niño habló sin detenerse:
No trilles hasta que seque dijo. Pero tampoco lo retrases no sea que se
nazca.
El Pruden le sujetó por un hombro:
Aguarda dijo. Aguarda. ¿Tú crees que puedo y o ponerme a trillar
delante de la miseria de los demás?
El Nini se encogió de hombros. Dijo, mirándole serenamente a los ojos:
Eso es cosa tuy a.
El Pruden se frotó las manos sin entusiasmo, tratando de dominar su
nerviosidad. Luego hundió la derecha en el bolsillo y le tendió una peseta:
Toma, Nini, por lo de ay er dijo. Más te daría, pero tengo aún que
pagar tres jornaleros, hazte cuenta.
Bordeando el majuelo, desnudo por el pedrisco, el Nini se llegó al cauce.
Poco más allá, del otro lado de los chopos, se encontró con Luis, el de
Torrecillórigo. El muchacho le sonreía con sus dientes blanquísimos sin dejar de
azuzar al perro.
Dale, dale.
¿Qué haces?
¡Otra! ¿No lo ves? Cazar. ¿Crees tú que por este año se puede hacer otra
cosa en el campo?
Le señalaba los trigos rotos, acostados en el barro; los dilatados campos
convertidos en un pajonal estéril:
¿También en Torrecillórigo?
El hombre flanqueaba el arroy o a compás de la marcha del perro, entre los
carrizos quebrados. Dijo:
La nube no dejó tiesa una espiga.
El niño observó al perro moteado:
Ese perro no se aplica dijo.
¿Lo hacen mejor los tuy os?
El niño señaló la cabeza jadeante de la Fa:
Esta es vieja y está tuerta, pero el cachorro y a las conoce y el año que
viene se aplicará.
El muchacho de Torrecillórigo se echó a reír y se golpeó varias veces la bota
con el extremo de la pincha de hierro:
También el mío es nuevo dijo. El año y a tiene. Por San Máximo lo
cumple. ¿En qué lo has conocido?
En los ojos. Y en la boca. ¿Cómo se llama?
Lucero, ¿te gusta?
El niño denegó con la cabeza.
¿Por qué no te gusta el nombre?
Es largo.
¿Largo? ¿Cómo se llaman los tuy os?
La perra Fa.
¿Y el cachorro?
Loy.
El hombre volvió a reír:
Para llamar a un perro cualquier nombre es bueno agregó
displicentemente.
De pronto, el muchacho levantó los ojos y su risa se fue contray endo en la
boca hasta convertirse en una mueca de estupor. El Nini oy ó los pasos
apresurados y alzó los ojos y vio al tío Ratero, aplastando en largas zancadas las
cañas desmay adas del trigal. Llevaba la pincha en alto y gritaba algo inarticulado
que no llegaban a ser palabras. Al alcanzar el borde del arroy o no se detuvo.
Saltó en el agua, chapoteando como impulsado por una fuerza irracional y se
echó sobre el muchacho con el hierro en alto. El Nini apenas tuvo tiempo de
incorporarse, asirle de la raída americana y tirar hacia atrás con todas sus
fuerzas, mas el muchacho de Torrecillórigo prendía y a la muñeca del Ratero
manteniendo su pincho distante, mientras voceaba: « Date a razones, ¡coño!» .
Pero el Ratero mascullaba palabrotas y murmuraba obcecadamente: « Las ratas
son mías. Las ratas son mías» . De súbito, la Fa se arrancó sobre el muchacho,
mordiéndole sañudamente las pantorrillas, pero el Lucero, a su vez, se lanzó
sobre la perra y ambos animales se enzarzaron, mientras el Loy, el cachorro,
ladraba desconcertado, sin saber qué partido tomar. El Nini, persuadido de la
imposibilidad de separar a los hombres, los seguía en las evoluciones que
provocaba la lucha, los ojos desorbitados intentando aplacarlos con sus voces,
pero el Ratero no lo oía. Una fuerza ciega le empujaba y como para darse
coraje se repetía una y otra vez: « Las ratas son mías. Las ratas son mías» . Los
perros peleaban aviesamente, se mordían con enconado ensañamiento
mostrando sus colmillos blanquísimos, sin cesar de gruñir. En una ocasión rodaron
por el barrizal hechos un ovillo y el Ratero tropezó en ellos y cay ó entre los
trigos, el cuerpo de su adversario montado sobre él. El muchacho de
Torrecillórigo trató de reducirle hincándole las rodillas en los bíceps y en su tenso
esfuerzo murmuraba: « Da-te-a-ra-zo-nes-co-ño» , pero el Ratero le ganó la
acción, se arqueó sobre el estómago y le lanzó hacia atrás golpeándole luego con
las botas en el vientre. Los dos hombres se incorporaron, observándose de
soslay o, jadeando, las pinchas levantadas, mientras los perros seguían
ferozmente enlazados. Fue el Ratero quien de nuevo tomó la iniciativa, pero el
muchacho atajó su golpe con el hierro y durante unos momentos cruzaron sus
pinchos y las chispas saltaron al aire. El Ratero, la espalda rebozada de barro,
observaba ahora a su adversario, con los párpados entornados como una alimaña
y amagó con el pincho dos veces y le lanzó luego una patada brutal que le
alcanzó en el pecho y le derrumbó sobre las mieses acostadas. El Ratero corrió
hacia él, pero el muchacho, en un esguince felino, esquivó el cuerpo y el Ratero
cay ó de bruces sobre el fango. Al ponerse en pie su jadeo era áspero,
acongojado, como un rugido. De vez en cuando repetía como un autómata: « Las
ratas son mías, las ratas son mías» . Una gruesa costra de barro le cubría el rostro
y sus ojos adquirían, entre los párpados ennegrecidos de tierra, una viveza
singular El muchacho de Torrecillórigo, doblado por la cintura, aguardaba
serenamente una nueva ofensiva y su mirada penduleaba entre los ojos del
Ratero y la pincha que sujetaba entre sus dedos crispados. Otra vez, el Ratero se
arrojó sobre él, la cabeza gacha, el pincho hacia la garganta, mas el muchacho
desvió a tiempo la tray ectoria del hierro, que no le produjo más que un rasguño
en la mejilla que súbitamente se llenó de sangre. También la Fa sangraba por las
orejas y el lomo, pero el animal no cejaba en su empuje. Los cuerpos de los
perros desaparecían a veces entre la espesura de las pajas acostadas, para
reaparecer siete metros más allá peleando con el mismo encarnizamiento. El
Loy, pasado el desconcierto inicial, se pegó a las piernas del niño, erizados los
pelos del espinazo, estremecidos sus miembros por un extraño temblor. Los
hombres se habían enzarzado de nuevo, los pinchos en alto, murmurando
maldiciones ininteligibles. El muchacho de Torrecillórigo tenía las mejillas
cubiertas de sangre y por los agrietados labios entreabiertos se veía la boca
reseca, aspirando el aire a bocanadas, como un pez moribundo. En un esfuerzo
trató de herir a su contrincante, pero apenas si el filo del pincho pudo rasgar la
chaqueta de pana del Ratero quien, al sentir en la piel el cosquilleo del metal y
aprovechando el pasajero desmay o del otro, descargó un golpe contundente de
abajo arriba y el hierro se hundió en el costado de su adversario hasta la
empuñadura. Todo fue instantáneo como un relámpago. Las manos del
muchacho se distendieron y el pincho, al caer, quedó oculto en el barro. El
Ratero se separó de él resollando y, entonces, el muchacho de Torrecillórigo
avanzó hacia el Nini torpemente, dando traspiés, los ojos desorbitados y, al
pretender hablar, un borbotón de sangre le cortó la palabra. Permaneció unos
segundos inmóvil, tambaleándose, y, al cabo, cay ó del lado derecho y cerró los
ojos como si descansara. Aún se estremecieron sus piernas convulsivamente dos
o tres veces. Luego le sobrevino un nuevo vómito, y como si quisiera impedirlo,
volvió el rostro lentamente y ocultó sus facciones en el fango.
El Nini levantó los ojos espantados hacia el Ratero, pero este, resollando aún,
se aproximó al cadáver y rescató su pincho de hierro. Después se encaminó a
donde los perros se revolcaban, sujetó al Lucero por la piel del cuello y de un
tirón lo separó de la Fa. El animal intentó en vano morderle la muñeca,
revolviéndose furioso, pero el Ratero le acuchilló tres veces el corazón sin piedad
y, finalmente, lanzó su cadáver sobre el del muchacho.
La Fa gañía doloridamente y se lamía sin cesar las mataduras del lomo
cuando el Ratero se acercó al cauce y lavó la sangre del pincho
meticulosamente.
El Nini se sentó en el ribazo y se acodó en los muslos. La Fa se llegó a él y se
alebró a sus pies temblando, en tanto el Loy miraba rutando los dos cadáveres
cuy as heridas se iban llenando paulatinamente de moscas.
Al regresar el tío Ratero junto al Nini, media docena de buitres aparecieron
de improviso volando muy altos sobre el Pezón de Torrecillórigo. El niño miró al
Ratero que jadeaba aún y el Ratero dijo a modo de explicación:
Las ratas son mías.
El Nini señaló con el dedo al muchacho de Torrecillórigo y dijo:
Está muerto. Habrá que dejar la cueva. El Ratero sonrió socarronamente:
La cueva es mía dijo.
El niño se levantó y se sacudió las posaderas. Los perros caminaban
cansinamente tras él y al doblar la esquina del majuelo volaron ruidosamente dos
codornices. El Nini se detuvo:
No lo entenderán dijo.
¿Quién? dijo el Ratero.
Ellos murmuró el niño.
Tras el alcor se veía flotar el campanario de la iglesia y en torno a él fueron
surgiendo, poco a poco, las pardas casas del pueblo, difuminadas entre la calina.
FIN
MIGUEL DELIBES. Nacido en Valladolid el 17-10-1920 y fallecido el 12-03-
2010. Novelista español. Doctor en Derecho y catedrático de Historia del
Comercio; periodista y, durante años, director del diario El Norte de Castilla.
Su sostenida labor como novelista se inicia dentro de una concepción tradicional
con La sombra del ciprés es alargada, que obtuvo el Premio Nadal en 1948.
Publica posteriormente las siguientes obras: Aún es de día (1949), El camino
(1950), Mi idolatrado hijo Sisí (1953), La hoja roja (1959), Las ratas (1962), Cinco
horas con Mario (1966), cuy a adaptación teatral es de 1979, Parábola del
náufrago (1969), Las guerras de nuestros antepasados (1975), adaptada al teatro
en 1990, Los santos inocentes (1981), llevada al cine por Mario Camus, Señora de
rojo sobre fondo gris (1991), Coto de caza (1992), entre otras.
Su producción revela una clara fidelidad a su entorno, a Valladolid y el campo
castellano, y entraña la observación directa de tipos y situaciones desde la óptica
de un católico liberal. La visión crítica progresiva a medida que avanza en su
carrera afecta sobre todo a los excesos y violencias de la vida urbana.
Es también autor de los cuentos de La mortaja (1970), de la novela corta El tesoro
(1985) y de textos autobiográficos como Un año de mi vida (1972).
Entre los motivos de su obra destaca la perspectiva irónica frente a la pequeña
burguesía, la denuncia de las injusticias sociales, la rememoración de la infancia
(por ejemplo, El príncipe destronado, de 1973), la representación de los hábitos y
el habla propia del mundo rural, muchos de cuy os términos y expresiones
recupera para la literatura.
La novela Diario de un jubilado (1995) es un retrato irónico y tierno sobre la vida
y las relaciones entre dos viejos que alcanzó un gran éxito de público. He dicho,
es una colección de ensay os sobre los temas más diferentes pero muy propios
del mundo de Delibes, por lo que en realidad es una semblanza autobiográfica.
En 1998 publica El hereje, una de sus obras más importantes de los últimos
tiempos. Miguel Delibes es uno de los referentes de la literatura en lengua
española y además del Nadal, ha recibido el Premio de la Crítica (1953), el
Premio Príncipe de Asturias (1982), el Premio Nacional de las Letras Españolas
(1991) y el Premio Cervantes (1994).
Compartir en redes sociales
Esta página ha sido visitada 46 veces.